Por PUNO ARDILA
Es asombroso ver cómo nuestra extraña democracia acepta candidatos a los más altos cargos de elección popular sin preparación alguna, sin propuestas verdaderas de gobierno, y con prontuario, o seguidos por una larga cola de acusaciones, procesos y evidencias que los asocian precisamente con lo que no debe ser un gobernante. La calidad de lo contenido en sus campañas no se mide por el fundamento de sus enunciados, sino por el número de seguidores en las redes sociales, como el reguetón, que no se mide por su calidad musical, sino por las ventas. Y son ellos, precisamente, esos que no ofrecen nada ni tienen qué ofrecer, ni saben qué van a hacer (aparte de robar) los que terminan siendo elegidos.
—Pues fíjese usted —me contestó el ilustre profesor Gregorio Montebell— que yo conocí las campañas electorales cuando se libraban en la plaza pública, y el candidato se echaba unas peroratas impresionantes que ponían al pueblo fogoso y enardecido. Tal como las describe el Indio Rómulo:
Ya toy cansao de toitas las promesas de esos dotores que por aquí aparecen dos o tres meses antes di’liciones. Que tan solo mentiras nos ojrecen, y van diciendo que’s que son los redentores de los que tan sin pan, sin techo y sin abrigo. Y, valga la verdad, naita he ganao con que me echen el brazo por la espalda, me den palmaditas, mi hablen ahi con unas jrases que naiden las comprienden, armaos en los balcones de las casas grandes, haciendas de los ricos, y siempre con la mesma cantaleta, con el mesmo mentir de muchos años.
En esas campañas se empapelaban las calles con las imágenes de los aspirantes, y el pueblo los veía en lo alto lanzando arengas para alebrestar a los votantes para que metieran el dedo por él. Después fue que comenzaron a meterle plata en forma a esas campañas, y se establecieron tiempos oficiales en los medios de comunicación para que el pueblo pudiera conocer las diferentes propuestas. Antes, los candidatos se esforzaban por justificar el hecho de que los llamaran “doctor”, porque, cuando menos, procuraban ser decentes y amables en el trato (hablo de las campañas, no de ellos como personas, ni de sus gobiernos). Después vino la Constitución del 91, y la política se convirtió abiertamente en el negocio sucio que podemos ver hoy, porque —como dice usted— una campaña parece ahora más la promoción de un reguetonero que de un aspirante a un alto cargo del Gobierno.
—Era mejor entonces… —repliqué con nostalgia.
—Quizá por lo románticas que puedan parecerle a usted épocas pretéritas, y tal vez porque al político podía vérsele la cara cuando menos en tiempos de las campañas, porque después de elegido no se le volvía a ver ni el forro. Pero lo demás sí sigue igualito; las intenciones y los propósitos son la misma vaina, y lo que dicen sigue siendo la misma ñoña, como en sus vallas, con sonrientes rostros hipócritas, como si pudieran esconder su prontuario. Pero propuestas, nada: solo “vote por mí”, o la frase recurrente y suicida “acabemos con la corrupción”.
@PunoArdila
(Ampliado de Vanguardia)