Por JORGE SENIOR
¿Recuerdan a Los Supersónicos? Era una serie de dibujos animados sobre la vida en el futuro de una familia apellido Jetson en inglés y Sónico en español. La serie de Hanna & Barbera salió en 1962, aunque por estos lares llegó años después. Era como un contraste futurista con Los Picapiedra de la misma casa productora. En 1990 salió la película, así que varias generaciones han conocido a los Jetson y sus vivencias en un lejano futuro dominado por la tecnología, pero curiosamenente sin mayores cambios en la vida social cotidiana. Pues bien, el patriarca de la familia, llamado George Jetson, había nacido en 2022.
En los años 70, cuando apenas empezaba mi adolescencia, vi una película de ciencia ficción, protagonizada por Charlton Heston, que me impactó más que El planeta de los simios. Su título original era Soylent Green. Referencias a Soylent Green se pueden encontrar en Futurama, Los Simpson y otras series de televisión, así como en videojuegos, cómics, películas y canciones. La historia se desarrolla en un futuro distópico. En el film dirigido por Richard Fleischer, “Soylent Green” es el nombre de una galleta que constituye el alimento principal de las masas populares y si digo más será un spoiler, así que mejor no entremos en detalles, pues quién quita que esta película de culto se pueda conseguir en internet.
El título de la cinta en español era mucho más poético y diciente: Cuando el destino nos alcance. Pues bien, el destino… ¡nos alcanzó! La historia de ciencia ficción se desarrolla en el año 2022. Y lo que narra es tremendo: un abismo de segregación total entre el pueblo y la élite, implacable concentración de la riqueza, contaminación y desastre ambiental, sobrepoblación y crisis alimentaria. La película es de 1973 y se nota que está inspirada por el histórico informe que un grupo del MIT produjo un año antes para el Club de Roma con el título Los límites del crecimiento, el cual marcaría un antes y un después al poner en cuestión la sostenibilidad de la civilización bajo la lógica acumulativa y extractiva del capitalismo. Esa influencia se evidencia en una visión apocalíptica del film, que no es producto de un holocausto nuclear, donde Nueva York tiene 40 millones de habitantes.
Medio siglo después del informe, justo en el año que anticipa la película, seguramente habrá evaluación de sus tesis, advertencias y recomendaciones. La conciencia ambiental ya se ha reafirmado en el primer plano y sus ejes están presentes en la agenda electoral, incluso en Colombia.
Se lo debemos a Alexander von Humboldt, contemporáneo de la revolución industrial y pionero de la conciencia ambiental en la cultura occidental. Él propuso una cosmovisión sistémica que dio pie a la ecología como ciencia. Pero a pesar de su gran influencia, sus ideas no fueron suficientes para detener la maquinaria económica de la acumulación del capital, salvo en aspectos periféricos.
Doscientos años después del nacimiento de Humboldt (1769) la conciencia ambiental seguía siendo incipiente y subordinada. Sin embargo, el optimismo que acompañó a la sociedad del estado de bienestar en la posguerra se había desvanecido, a pesar de los maravillosos avances tecnológicos. Alvin Toffler, en El shock del futuro, vislumbraba en 1970 una sociedad posindustrial con consecuencias psicológicas perturbadoras. El mundo desarrollado tenía sus preocupaciones centradas en la polución citadina, la sobrepoblación y la deforestación. Una década antes ya Rachel Carson había advertido los efectos nefastos de los pesticidas para la biodiversidad en su libro -ya clásico- La primavera silenciosa. El calentamiento global por causas humanas aún no lograba consenso y el debilitamiento de la capa de ozono sólo se descubriría en la segunda mitad de la década de los setenta. La energía nuclear era, al mismo tiempo, una amenaza terrorífica y una promesa de solución.
¿Qué podemos decir en 2022? ¿Cuál es el balance de toda esa futurología pesimista de hace 50 años presente en una gama que va desde los trabajos académicos hasta la ciencia ficción?
Los optimistas dirán que la catástrofe no se cumplió. Todas las distopías parecen haber fallado. No hubo guerra nuclear, no colapsó la civilización, la economía siguió creciendo aceleradamente, la riqueza es mayor que nunca, la democracia se expandió por el mundo, el abismo entre países disminuyó, no hay guerras por el agua, el aire sigue siendo gratis y respirable, aún existen tigres y ballenas y el horario laboral ha disminuido. La pandemia no pasa de ser un insuceso manejable, mucho menos grave que lo sucedido hace un siglo. En concordancia con ellos, admito que me ha tocado vivir un mundo mejor que el de mis abuelos. Pero no puedo asegurar que mis eventuales nietos puedan decir lo mismo (una buena razón para no ser abuelo, al menos por ahora).
Los pesimistas, que como se sabe son optimistas bien informados, ven el vaso medio vacío. No hubo guerra nuclear, pero los misiles están ahí, aún con capacidad de destrucción global. Hubo solución estratégica al hueco de la capa de ozono, pero el efecto invernadero se aproxima cada vez más al punto de no retorno, mientras la transición energética camina demasiado lento. Aumentó la riqueza, pero también su concentración y la desigualdad consiguiente entre clases sociales. Se extendió la democracia formal pero, tras alcanzar un máximo, ha sobrevenido lo que el experto Larry Diamond llama la “recesión democrática”, acompañada del auge del populismo. La biodiversidad no desapareció, pero su disminución sigue acelerándose a pesar de los esfuerzos de gente como Edward Wilson, fallecido el 26 de diciembre. En fin, no hubo “shock del futuro” en el futuro que ya pasó, pero no se descarta en el futuro que llega.
La navidad nos regaló otra película que todos comentan: No mires arriba. Y ese “arriba”, estimado lector, es el párrafo anterior, no el cometa. Soylent Green se equivocó, pero de fecha. No podemos cantar victoria.