+57: finjamos sorpresa

Aquella idea conservadora de que “todo tiempo pasado fue mejor” no solo es falsa e imprecisa, también desconoce muchas de las cosas que hacen que la vida sea mejor hoy que antes: desde no tener que dedicar una mañana a hacer una larga fila para pagar un recibo de servicios públicos hasta perder el miedo de que una mujer muera en el parto, tragedia antes común y hoy improbable. También es muy conservadora la pretensión de que las canciones sean moralizantes, al mejor estilo de Desiderata o de Quincho Barrilete, nombres que dicen mucho a los de la vieja guardia.

Hace la bicoca de 2600 años Sócrates dijo sobre los adolescentes: “Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías y desprecian la autoridad. Responden a sus padres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros”; su queja parecería actual, y resulta ser la mejor prueba de que descalificar a los jóvenes es una tentación adulta de vieja data.

Sin embargo, el arte en general, o al menos algunas de sus expresiones, sí parecería estar en crisis, aun con la conciencia de que el arte, adelantado a su tiempo, suele ser incomprendido en su presente. Son clásicas las historias de Henri de Toulouse-Lautrec o de Vincent Van Gogh, entre muchos otros, que murieron en la miseria sin saber que sus obras valdrían fortunas con el paso de los años.

Al margen de esa consideración, y perdónenme por ponerlo en la categoría del arte, el reguetón, tan en boga hoy día, sí sale muy mal parado desde el punto de vista lírico y estético cuando se le compara con otros géneros o momentos de la historia de la música. Parafraseando la canción del grupo Bacilos de hace 20 años, el reguetón solo quiere pegar en la radio para ganar su primer millón. Es decir, es un éxito de la industria, su melodía y su armonía están compuestas para ser pegajosas, para facturar, sin importar que sus letras sean asquerosas.

¿Qué puede salir de juntar a ocho reguetoneros, básicos como el que más, muchachitos que jamás han cogido en sus manos un libro, y ponerlos a componer una canción? La matemática no miente: toda ordinariez de la que cada uno es capaz, pero multiplicada por ocho. Lo mismo que resulta, extrapolando el escenario al Congreso de la república, de elegir personajes tan desprovistos de valor alguno como Miguel Polo Polo o Jota Pe Hernández. No me cabe la menor duda de que ya cantan +57 a grito herido —porque gritar sí saben—, apenas a pocos días de que fuera lanzada. No deberíamos sorprendernos.

En eso los de la generación de la guayaba fuimos más afortunados: nuestros referentes culturales en general, y los de la música en particular, son diametralmente opuestos a los de los millenials. Desde Pink Floyd hasta Alberto Cortez, pasando por Michael Jackson, Joan Manuel Serrat, Héctor Lavoe y Silvio Rodríguez, no hay comparación. Ninguno de ellos, por ejemplo, habría salido con el “si no te gusta, no la escuches” con que salieron algunos de los irresponsables autores o intérpretes de +57. Quizás estas músicas solo tengan un punto en común: aquellas también fueron ritmos incómodos para la generación precedente, que, en el caso colombiano, estaba bastante aferrada al folclor local.

La industria también ha cambiado, por supuesto, y el reguetón, como parte sustancial de ella, intenta redefinir la música urbana en manos de artistas quizás tan incomprendidos como los impresionistas franceses en su momento. Aunque han internacionalizado el ritmo latino e intentan dejar un legado, es difícil prever que éxitos del reguetón se conviertan en “clásicos”.

La tecnología, que tanto nos facilita la vida, amenaza el talento. Antes había que saber cantar para ser cantante, saber escribir para ser escritor y saber componer para ser compositor. Hoy, por lo menos en el reguetón, no hay que saber cantar: el autotune lo hace por ti, y hace que todo suene igual. Y componer un tema de reguetón exige quizás menos talento: las rimas son flojas, las figuras literarias que intentan, si existen, son simples, el erotismo es burdo. Y se ufanan. Uno tiene derecho a ser mediocre, pero no a ufanarse de su mediocridad.

Hasta se dice por ahí que el reguetón recorta la inteligencia. No lo creo, pero de lo que sí estoy seguro es de que mina la capacidad de elegir: los oyentes de reguetón son monotemáticos, atrás quedaron el jazz, el rock, la salsa y tantos otros géneros. Como el pez león, este ritmo colonizó el ecosistema de la música, y pone en peligro la permanencia de expresiones musicales y ritmos que no sabemos quién escuchará en unos años. ¿Nuestros hijos escucharán algún día al genial Benny Moré o a Gardel, por ejemplo, así sea por cultura general? Puede que sí, pero por ahora, cuando la industria depende del tiempo al aire en plataformas y del número de reproducciones, la capacidad de elegir está bajo una seria amenaza.

En resumen, el problema del reguetón no es moral, y no hace falta la censura. La generación que hoy juzga +57 se olvida de que canciones de antaño también promovían o justificaban la sexualización y hasta el feminicidio, como es el caso de La cárcel de Sing Sing: la diferencia es estética.Y sobran tanto el mea culpa que le hicieron a la canción a última hora (cambiar 14 por 18) como la iniciativa legislativa de prohibir ciertas letras.

El problema del reguetón es que no cumple con aquella obligación teórica que tiene al arte de acercarnos a la belleza del universo y conectarnos con ella a través de los sentidos, aun si se trata de la tragedia humana, de la venganza o del dolor. Como si se tratara de un antiarte, pareciera esforzarse por lo contrario. Cada persona tiene el derecho de escuchar lo que quiera, pero en una baraja de opciones tan grande —que incluye también el bossa-nova, el samba— ¿por qué conformarnos con lo peor? El artista, como el deportista, debe hacer cosas que los demás no podemos hacer, y despertarnos envidia y admiración, pero eso no pasa con quienes, a falta de talento, lo único que tienen para derrochar es plata.

*Historiador de la Universidad Industrial de Santander. Corrector de textos para editoriales. Ha colaborado en publicaciones de la FAO y varias ONG. Fue presidente de la Asociación Colombiana de Correctores de Estilo (Correcta), de la que además es miembro fundador. Formó parte del equipo editorial que tuvo a cargo la edición del Informe final de la Comisión de la Verdad.  

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