Por GERMÁN AYALA OSORIO
En los más de cincuenta años del conflicto armado interno colombiano han sido condecorados miles de oficiales y suboficiales, en especial generales de la República que combatieron a las guerrillas de manera directa o que, desde sus cómodas oficinas en las brigadas, dirigían a sus subalternos para que produjeran más y mejores resultados operacionales, de acuerdo con la consigna presidencial de aquel menudo hombre que los mandaba como si se tratara de su ejército privado.
Hoy, en pleno proceso de implementación del Acuerdo de Paz entre el Estado y las Farc-Ep, vemos desfilar por la JEP a generales en retiro y excomandantes guerrilleros, confrontados por jueces civiles que les refrescan la memoria sobre unas prácticas darían para pensar que algunas de las medallas ganadas en el campo de batalla obedecieron a la desviación misional que ellos mismos auparon en los hombres bajo su mando.
Ver a generales envejecidos haciendo memoria y balbuceando ante las incisivas preguntas de los magistrados del alto tribunal es un triunfo de la paz, pero sobre todo de la civilidad, aquella de la que los hombres en armas se alejan durante su carrera militar, creyéndose imbatibles, de acero.
Este viernes 13 de agosto el general (r) Rito Alejo del Río debió soportar al togado que le preguntaba por su responsabilidad en el genocidio de la Unión Patriótica (UP), así como en masacres ocurridas en San José de Apartadó y sobre su colaboración con los paramilitares. Vi a un general no solo envejecido, sino atrapado en sus silencios y miedos. También vi a un anciano solitario, casi desnudo, que quizás añoraba aquellos momentos de gloria militar y esas ínfulas de salvador que suelen exhibir quienes creen que construyen un mejor país asesinando no en nombre de la Patria, sino en función de un régimen político sucio y criminal que los usa como fusibles mientras la élite civil goza de los beneficios de tener a un ejército privado a su servicio. El “pacificador de Urabá” se fue desmoronando con el paso de los minutos, en un interrogatorio en el que el togado le exigía respuestas y que entregara pruebas para desmentir los señalamientos de una serie de bandidos que de tiempo atrás lo enlodan y lo alejan de haber sido en realidad un hombre de honor. El veterano general se veía agotado, hasta que su cansado corazón, otrora valiente, le dijo no más.
Desconozco si Rito Alejo del Río escuchó alguna vez a Facundo Cabral, en particular cuando recordaba que en su casa le preguntaron qué es un general desnudo. Tampoco sé si el tropero oficial le tenía miedo a los boludos de los que hablaba Cabral. Aspiro, eso sí, a que en el ocaso de su vida pueda reflexionar y pensar que quizás dedicó su vida a defender a un país cuya dirigencia política lo usó como si se tratara de los millones de boludos que en un momento muy preciso de la historia eligieron al presidente que lo condecoró en el Hotel Tequendama, haciéndolo sentir como un patriota, reconocimiento este cargado de ilegitimidad, por los graves señalamientos que recaen sobre aquel que lo exaltó.
Ojalá los actuales oficiales, en especial los troperos que desdicen del tratado de paz de La Habana, examinen muy bien lo que ocurrió en la diligencia en la que compareció el “Pacificador de Urabá”, para que comprendan que el honor militar no está en quienes insisten en prolongar la guerra al tiempo que se degradan, sino en aquellos que valoran la vida de sus subalternos. Pero sobre todo que saben reconocer que hay una clase dirigente que los viene usando y exponiendo, a cambio de unas medallas cargadas de ilegitimidad y manchadas de sangre de hermanos colombianos.