Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
“Un juego de caballeros” es una entretenida serie de Netflix sobre los orígenes del fútbol en Inglaterra, hacia 1879. Contrario a lo que ocurre en países como el nuestro, donde los futbolistas pertenecen a los estratos sociales más bajos, el deporte de las multitudes comenzó entre las clases más altas de la sociedad inglesa.
Pero el fútbol tiene una historia más enigmática, un pasado de guerreros, rituales y símbolos. Sus orígenes se remontan a los Olmecas, 3.400 años atrás. Como representación simbólica del sol, la pelota era sagrada y los jugadores ostentaban su poder; se golpeaba con la cadera y había que meterla en un aro. El que la metía por equivocación, era sacrificado a los dioses con honores.
Hace 2.300 años también se practicaba un juego de pelota entre los militares chinos, y un tiempo después entre los monjes japoneses: el arte consistía en no dejar caer la bola; como particularidad, no había vencedores ni vencidos. En la edad media un pueblo escocés se dividía en dos bandos, los de arriba y los de abajo: la cancha era todo el pueblo y no existían reglas, excepto que estaba prohibido asesinar al contrincante. La pelota se podía transportar con los pies o con las manos; el juego podía durar todo un día y un solo gol era suficiente. Se creía que los ganadores tendrían una pesca abundante todo el año. El ‘calcio’ florentino tenía motivaciones semejantes. Los barrios elegían a sus más avezados atletas y las reglas posibilitaban su nula técnica y su extrema violencia. Eran permitidas las peleas, los cabezazos, los puñetazos.
En Suramérica el juego de pelota entró por el Perú, aunque los uruguayos y argentinos digan otra cosa. Lo cierto es que cualquiera sea su origen, cada uno de nosotros tiene una historia particular en torno a su primer acercamiento con el fútbol.
Recordemos.
En la región donde nací, las aficiones deportivas se limitaban a la pelota caliente y las corralejas. Tenía cuatro años cuando nos mudamos a un caserío recién fundado en medio del Darién chocoano, donde aparte de la gran plaza -cuyo terreno lucía huecos de armadillo y en sus bordes crecían unos ranchos de madera y tejas de cartón encerado- todo estaba por hacerse: la iglesia, la escuela, el hospital, la vida. El monte se imponía agorero y tenebroso a 200 metros de la plaza, y todos los misterios del mundo parecían ocultarse tras su follaje de ruidos y sombras. Con los días los colonos fueron tumbando y poblando los alrededores. Las casas crecían al compás de una geometría casual y los fines de semana la capilla de guaduas se fue llenando de rostros conocidos y esperanzados. En la plaza mataban los marranos, se hacían mercados campesinos, se elevaban cometas, los muchachos correteábamos una vejiga de puerco bajo la lluvia. La plaza lucía gigante entonces. El camino hacia el río la atravesaba zigzagueante como una enorme cicatriz. El paso de la gente y los marranos hacía zanjas monstruosas, verdaderos lodazales dentro de los cuales terminábamos todos, riendo y tratando inútilmente de sacar la pelota.
Solo había un arco, y estábamos convencidos de estar inventando un deporte nuevo; nadie nos dijo que ya el fútbol existía. De un momento a otro alguien trajo un balón de cuero. Para entonces teníamos unos ocho años, pero nos enfrentábamos con muchachos mayores. Entre todos decidimos convocar a una jornada de limpieza, emparejamos el terreno, tapamos los huecos, cortamos el pasto y construimos dos porterías de guayacán, acordes con nuestra estatura. Luego supimos que les faltaba tanto de ancho como de alto. Al principio jugábamos descalzos, después usamos botas o zapatos plásticos que remendábamos con un cuchillo caliente. Algunos traían guayos de tela, que se rompían con rapidez debido a la humedad, y tocaba amarrarlos con bejucos y trapos viejos, como envolviendo un tamal.
De pronto se pusieron de moda los guayos de cuero. Eran más resistentes a la humedad y al maltrato, pero más costosos, así es que debían durarnos toda la vida. El asunto es que rápidamente se nos comenzaban a quedar; nuestros pies se agrandaban sin control y los papás no daban abasto. Para compensar el impasse, conseguían tallas más grandes que teníamos que rellenar con papel periódico. Los guayos crecían con uno a medida que el pie aumentaba de tamaño; se iban estirando como la piel de los terneros. Llegado un punto teníamos que cortarles la punta y añadirles un pedazo de cuero para darles respiro a los dedos. En el remiendo usábamos la resina del cativo, un árbol milenario usado por los indios para resanar sus tiestos; tan pegajoso y fuerte que una vez cortado, las patas de búhos y gallinazos se pegaban a su tronco hasta morir de hambre.
El fútbol de antes carecía de táctica. En teoría había defensas y delanteros, pero una vez iniciado el juego todos corríamos detrás del balón y el que estuviera cerca se lanzaba contra él a ojo cerrado intentando un impacto violento y certero. No siempre atinaban y el guayo, reforzado con taches clavados con puntillas, terminaba en las canillas de un rival dejando surcos tan profundos que hasta se podía sembrar yuca ahí. Al vernos llegar rengueando y con el tobillo desgarrado, la tía Pablita, que no entendía por qué tanta violencia si se trataba de un juego, se hacía una pregunta todavía sin respuesta: ¿por qué no le dan una bola a cada uno?
El balón ya no era la vieja vejiga de puerco que usábamos recién fundado el pueblo; ahora era un casco de cuero muchas veces remendado con una bomba de caucho en su interior, y una tripa larga que había que anudar después de inflarla a pulmón. Debido a los desacomedidos patadones que le dábamos, era común que fuera perdiendo aire, y cuando estábamos en apuros, o en el suelo rodeados de enemigos, le echábamos mano con el pretexto de inflarla de nuevo. Finalmente, los profesores de la escuela promovieron la adecuación de las porterías y reinaugurar la cancha como una forma de esparcimiento. Hicimos torneos intergrupales, partidos entre los equipos de la escuela y la calle; los con camisa versus los descamisados. Luego llegaron los intercambios con los pueblos vecinos: caminábamos largas jornadas con barro a la cintura, por trochas en las que era común el serpenteo de las boas y las huellas del tigre. Los únicos comités de bienvenida en largos trechos del camino eran pandillas de monos aulladores arrojándonos mierda desde los árboles. Dormíamos sobre el piso de la escuela o sobre bultos de maíz, y a veces el único alimento era un mango de puerco, pero igual lo dejábamos todo en la cancha. En el entretiempo, los jugadores más troncos entraban con el único propósito de recostar los taches a las canillas de los más habilidosos del equipo contrario. Sospecho que, por esa manía perversa, los jueces de línea en todo el mundo siguen innecesariamente mirando la suela de todo suplente que va a ingresar al terreno de juego.
En Navidad, debido al cierre de la escuela y a la prohibición de cantinas y bebidas alcohólicas en el pueblo, el entretenimiento consistía en elevar globos, tirar pólvora, o cantar villancicos en torno al pesebre. Entonces se programó un partido entre solteros y casados un 24 de diciembre. Fue un choque memorable. Todo el pueblo se reunió alrededor de la plaza y fue tal el entusiasmo, que el encuentro se hizo costumbre cada fin de año. Mientras duró, aquello se convirtió en una rivalidad pendenciera, delirante. Con patadas y codazos cada cual se abría paso entre propios y extraños. En el intermedio las barras nos protegían de las miradas agresivas y gestos amenazantes de los adversarios, pero todo el odio y los roces se disipaban una vez terminado el juego. No obstante, la prevención se mantenía ahí, tan soterrada que algunos muchachos que vivían amancebados con sus novias se resistían al matrimonio, y en las vacaciones decembrinas, apenas los estudiantes regresábamos de la ciudad, ellos las repudiaban por unos días para integrar el equipo de solteros. Sus mujeres pensaban que era falta de cariño, pero no, quizá nunca supieron el motivo oculto de su reticencia. Era una cosa seria. La camiseta, mandada a hacer rústicamente con recursos propios, era usada durante el año en domingos y festivos con orgullo, siempre y cuando se hubiese ganado el último partido. Los perdedores la utilizaban para las labores del campo, cortar plátanos, capar marranos o encerrar terneros. El fútbol de antes era diferente, no teníamos mucho, pero lo teníamos todo. Los partidos no duraban un día, pero al igual que la suerte de los pescadores en la edad media, el gusto podía durarnos todo el año. Qué tiempos aquellos. (F)
@FFscaballero