Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
Desde que el fantasma del muerto apareció, la tumba construida junto a su casa fue objeto de romerías y las rosas del jardín cuidadas con esmero. La gente lo seguía viendo atravesar la plaza, lo observaban sacando agua del pozo donde cayó herido de muerte, algunos juraban haberlo visto deambulando por su jardín en noches oscuras, con la manta blanca obsequiada por el cacique Kuna que dirigió su entierro en un ritual ancestral.
La gente comenzó a recostar el oído sobre la piedra de mármol para pedirle favores o consejos al muerto sin la intervención de dioses o demonios. Tendidos sobre la laja enorme, contándole sus penas en secreto, algunos decían haber oído palabras de aliento de su propia voz, o el nombre de una hierba para curar sus males. Nadie se resignaba a su ausencia. Cuando el ‘profe’ llegó, todos le hablaban del muerto como una premonición, pese a que luego de varios meses del insuceso el pueblo seguía de duelo.
La calma reinó de nuevo. Los campesinos iban y venían de sus parcelas, los burros hacían la siesta bajo los matarratones, las garzas esperaban con paciencia el salto de los grillos al paso de las vacas. El oficio de enterrador cayó en desuso. Durante años en la región no se escuchó un disparo, ni una querella de borrachos, ni una pelea de perros.
Por los lados de Santa María la Antigua, los hermanos Castaño Gil hicieron la hacienda Tanela; junto a unos cien hombres se dedicaron al cultivo de plátanos y su adiestramiento para la guerra. Desde allí hacían pequeñas incursiones al Urabá antioqueño y volvían. A pocos kilómetros, en las cabeceras del río Cuti, las FARC tenían un reducto de hombres dedicados al sosiego y la recuperación, producto de otras escaramuzas. Pero nada dura para siempre. Por algún motivo, la tregua pactada tácitamente se rompió. De un momento a otro, la gente que no tenía velas en el entierro, quedó en mitad de la refriega.
El hedor a muerte desplazó al olor a tierra húmeda y al aroma montuno de la flor del matarratón. Marranos y gallinazos se disputaban los despojos en el rastrojo. Atrás quedaron los tiempos en que la gente se moría de vieja o por aburrimiento. Debido a las amenazas o a la incertidumbre, muchos abandonaron el caserío. Nadie se atrevía a enterrar los cuerpos.
En ese cruce insensato de disparos y muertos, veintidós cadáveres aparecieron en los alrededores del pueblo. Impotentes ante la avanzada de la guerra, “enterrar sus cuerpos en mitad del miedo era el único acto de resistencia”, leí en el reportaje “Escuela de sepultureros”, que hace un tiempo -bastante largo- publicó la revista Semana. El ‘profe’ y un puñado de alumnos decidieron enfrentar el hecho. Ahora, veinticinco años después hablo con dos de sus protagonistas, Jorge y Guillermo: “la tierra nunca es más dura y reseca que cuando se cava para enterrar un muerto”, dicen.
Quizá debido a su ímpetu agresivo o a una mejor paga, alias “rebusca la liga”, antes perteneciente al bando de las Farc en esas tierras, llegó de los lados de Bijao al amparo del bloque Elmer Cárdenas de las autodefensas comandado por alias el Alemán. Con información de primera mano, ‘Rebusca la liga’ dejó un reguero de muertos a su paso, entre quienes una vez le mataron una gallina o le dieron un tinto. Cuenta el profe que los homicidios pudieron ser más. En las cabeceras de Marcelia, al no encontrar adultos, ‘Rebusca la liga’ filó a doce muchachitos con la intención de fusilarlos por ser hijos de guerrilleros. Una mujer con una niña en brazos lo cuestionó, y éste le respondió que con ello quería evitar venganzas futuras. ―Entonces empiece por esta niña―, le dijo la mujer, ―esta es hija suya con una de mis primas, violada por usted cuando era guerrillero.
Años más tarde, cuando la Fiscalía llegó al pueblo con la intención de exhumar los cadáveres para su reconocimiento y reparar las víctimas, el ‘profe’ pasó de enterrador a desenterrador. Solo él podía guiar a los fiscales en esa labor siniestra. La tarea no era fácil, la zona de los entierros estaba enmontada; por efectos del verano el terreno se había endurecido de nuevo, la falta de señalizaciones y cruces los llevó a cometer errores. Aparte de eso, una serie de hechos los dejaron perplejos: una fosa donde juraban haber enterrado a alguien, resultó vacía. Y en otra tumba aparecieron dos cuerpos. Sobre la caja de un hombre cuyo cadáver enflaquecido y reseco fue hallado en un potrero, había un muñeco de cera con manchas rojas y medio centenar de alfileres clavados en su cuerpo. Sus enemigos lo siguieron más allá de la muerte. En vida fue un robusto ganadero, andariego y mujeriego que al final de sus días gastó una fortuna tratando de hallar una cura para sus dolencias, pero no hubo médico ni yerbatero capaz de aliviar sus males.
Por algún motivo, los parientes de un hombre acusado de violar a sus sobrinas y a un número no precisado de muchachas querían exhumar sus restos. Su cuerpo fue avistado por los gallinazos entre los matorrales con múltiples disparos, incluidos sus ojos de fuego. Pese a la madera vieja con que fue construido su ataúd, este apareció intacto. Hacía varios años lo habían enterrado, gran parte de su piel no presentaba un alto grado de descomposición, pero su tórax parecía un fogón de carbón, terriblemente oscuro, profundamente negro, y sus ojos azules permanecían abiertos. Los fiscales adujeron una posible humedad en ese punto, debajo del difunto, pero el terreno estaba seco. En voz baja se decía que ese hombre había manejado cosas malignas, porquerías, pócimas o conjuros con los que sometía a sus víctimas.
Aprovechando la presencia de la Fiscalía y la Comisión de la Verdad, muchas personas requirieron los servicios del desenterrador: Sobrinos en busca de tíos, mujeres con la esperanza de hallar los restos de sus maridos o de sus hijos desaparecidos.
En ese galimatías macabro apareció un muchacho que quería desenterrar a su madre y brindarle una sepultura digna. La mujer había sido asesinada por su padrastro, un minero áspero de palabras burdas, surgido de las mismas entrañas del infierno. Ella era una paisita espontánea, dulce, fácil de querer, que llegó al pueblo a ganarse la vida entre los mineros sin más armas que su sonrisa y la gracia de sus formas. A falta de un cuarto menos ruidoso y confortable dónde quedarse, se pasaba los días recorriendo los callejones, tumbando mangos con su hijo, limpiando las rosas del jardín del muerto, mientras el niño dormía sobre la enorme lápida de piedra. Por las tardes no era extraño verla en la plaza jugando fútbol con los muchachos y su pequeño, poniendo nombres a los perros callejeros del pueblo, riendo. Una noche apareció él de entre las sombras, y se quedó a vivir con ella.
El día del crimen, sobre la mesa, el minero encontró una carta que escuetamente le anunciaba que pronto iría a visitarla; no conocía al remitente, pero no importaba, a él nadie le venía con vainas, y en un arranque de celos truncó su cabeza de un machetazo. Dos días después llegó el padre de ella. Tal vez nunca supo que esa nota fue el detonante de su desgracia. Casi diez y seis años después, el hijo se presentó ante el desenterrador para rescatar los despojos de su madre. Pero en la tumba clausurada donde debía estar su cuerpo no hallaron señal alguna de sus huesos o de piel ajada, tan solo la ropa interior, un brasier y una diadema de tela color rosa que al momento del entierro tenía puesta sobre su cabeza cercenada. (F)
@FFscaballero