Por JORGE SENIOR
La historia del contacto en aquel lejano octubre entre los pueblos de lado y lado del Atlántico ha hecho correr tantos ríos de tinta como sangre irrigó las tierras del Nuevo Mundo hace cinco centurias. Aún hoy desde las ideologías del presente se mitifica el pasado, se idealizan o demonizan protagonistas, se distorsiona la historia, se inventan cifras y se fabrican relatos revisados a la luz de los intereses pasionales del momento en todo el espectro político y en los grupos de presión organizados. Cambiar la verdad por la leyenda en aras de la justicia es una inconsecuencia total. Y peor aún si se trata de una lente moral maniquea y anacrónica que convierte la historia en fábula.
Afortunadamente, desde hace varias décadas la historia como ciencia social ha madurado de manera acelerada con el apoyo de la arqueología, las ciencias naturales y las poderosas tecnologías que permiten conocer el pasado con una profundidad y un detalle inimaginables hace medio siglo. Clima, flora, fauna, enfermedades, técnicas, agricultura, metalurgia, orfebrería y en general la cultura material, revelan desde el nivel molecular sus secretos ocultos durante siglos. Los métodos y técnicas de investigación se han ampliado y perfeccionado. Ya no se depende sólo de archivos para hacer investigación histórica.
El resultado es que podemos conocer con rigor científico aspectos fundamentales del pasado anterior y posterior a 1492, basados en evidencias, arrinconando la especulación y limitando la interpretación subjetiva a los simples detalles. A medida que avanza el conocimiento se dilucida el misterio de la enorme facilidad con que los invasores se impusieron en el continente que atraviesa el hemisferio occidental en forma vertical, casi de polo a polo.
La hipótesis tradicional se enfocaba en la superioridad militar: armas de fuego, espadas y armaduras de acero, caballos y perros mastines, barcos de velas y tácticas fogueadas en mil guerras. Sin embargo, tal idea resultaba verdaderamente increíble dada la inmensa superioridad numérica de los indígenas que hace 530 años superaban los 50 millones según estimaciones conservadoras, mientras que las coronas europeas enviaron apenas unas cuantas decenas de miles de marinos y aventureros de las que podríamos llamar clases “medias y bajas” de la época.
Cuando las proporciones rondan mil contra uno, no hay arma de fuego que valga. Por cierto, esas armas eran primitivas todavía, engorrosas de recargar, vulnerables a la humedad, por lo que su mayor efecto fue psicológico, al comienzo. Los españoles, por ejemplo, pronto abandonaron las incómodas armaduras en el calor del trópico y prefirieron pecheras gruesas de algodón para protegerse de flechas y lanzas.
Sin duda, el arma principal de los ibéricos fue la política. Explotaron a fondo la desunión, las pugnas y las contradicciones entre los pueblos dominantes y los oprimidos. Y no sólo eso, también explotaron las rivalidades al interior de cada imperio dominante, caso de los incas y los mexicas. De ahí que en las batallas, el grueso de las tropas que comandaban los jefes invasores estaban conformadas por miles y miles de indígenas aliados. Los imperios centralizados de mesoamérica y los Andes no fueron atacados por sorpresa, pero se derrumbaron como un castillo de naipes, gracias a una táctica de gran audacia que los españoles supieron aprovechar: capturar la cabeza. El centralismo los hizo vulnerables. En contraste, pueblos menos organizados ofrecieron más resistencia -como los Karib- y eran más temidos por los españoles.
No obstante, la política tampoco es suficiente para explicar el repetido patrón de colapso. Y en el plano cultural no es que hubiese una clara superioridad europea, todavía premoderna, excepto quizás en la escala, en el cosmopolitismo, que les permitía entender mejor el hecho histórico que estaba aconteciendo.
Aquí es donde entra en escena la investigación científica para resolver el enigma. Por ejemplo, con el seminal trabajo de Henry F. Dobyns publicado en 1963 con el título An Outline of Andean Epidemic History to 1720, fue posible empezar a dimensionar el brutal choque biológico del contacto entre dos mundos que estuvieron separados por más de 14.000 años y que inevitablemente tendrían que reencontrarse cuando las condiciones tecnológicas y socioeconómicas estuvieran dadas. Esta línea de investigación iniciada por Dobyns ha sido ampliada y reforzada por numerosas investigaciones posteriores que muestran la inédita catástrofe epidemiológica que significó el contacto, en un patrón que se repite desde la Patagonia hasta Terranova.
A lo largo del siglo XVI la población indígena disminuyó vertiginosamente. La viruela fue el principal asesino, pero no el único. Cuando Cortés y Pizarro llegaron al territorio de las civilizaciones mexica e inca, ya la viruela les había antecedido. Luego, el Tahuantinsuyo tuvo epidemia de tifus en 1546, gripe en 1558 y segunda oleada de viruela, difteria en 1614, sarampión en 1618. El 90% de la población fue arrasada en un siglo, ya sea por los gérmenes o por la hambruna y la crisis social que conlleva la peste. No hay civilización que resista esa mortandad. La ofensiva político militar de los invasores tuvo a su favor una devastadora fuerza biológica que unos y otros interpretaban desde el pensamiento mágico religioso, un bucle sobrenatural que realimentaba el triunfalismo y el derrotismo en cada hueste.
Los españoles fueron más violentos que los ingleses, que tenían otro modelo de asentamiento, pero el exterminio en Norteamérica fue mayor. ¿Por qué? Pues porque al sur del río Grande hubo más mestizaje, el cual brindó a la población la defensa inmunológica contra los gérmenes traídos del Viejo Mundo.
La asimetría inmunológica es producto de la historia diferenciada de los dos sectores de la humanidad. Se explica por diferencias en diversidad genética e interacción con animales domésticos, densidad demográfica, urbanización y epidemias. Choques culturales, guerras y conquistas ha habido muchas, pero la colisión biológica de 1492 es un evento único en la historia de la especie humana.