Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
La noche era oscura y agorera, propicia para una fechoría, una aventura amorosa o un cuento de terror. Afuera el viento tensaba los cables de luz, sacándoles gemidos lastimeros. Nadie caminaba a esa hora por las calles del barrio. Las raíces de escobilla que los burros habían arrancado de cuajo rodaban sin rumbo, empujadas por la brisa. Una figura más oscura que la noche se acercó a la tienda del viejo Ziko, metió la mano por la rendija de la puerta y quitó el cerrojo de la aldaba haciendo un leve ruido de óxido. Cansado de los continuos robos que en el último tiempo le habían hecho, el viejo Zico ahora dormía con un ojo abierto y un machete al pie de la cabecera. Impulsado como un resorte por el chirrido de la aldaba, se levantó, tomó el machete y lo descargó contra la sombra que creyó ver sobre la tranca. Un grito contenido se escuchó al otro lado, como si le hubieran dado un garrotazo a un perro. Asustado, el viejo Ziko se encerró en su cuarto y reforzó la puerta con un taburete. Afuera los ruidos continuaron.
Adiestrada en el oficio, la mano se siguió moviendo por instinto. Terminó de correr la tranca, que cayó al piso con estruendo, y ayudada por el viento abrió el ala derecha de la puerta. La brisa pasó de largo; fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba sola. Dando pequeños saltos, se alejó de aquel lugar como un cangrejo. Abatida, atravesó la calle y siguió el rastro de sangre en el polvo. Confundiéndola con una liebre, tres perros callejeros se lanzaron tras ella. En una lucha desigual, logró sujetar a uno de ellos por el pescuezo y le clavó sus uñas negras hasta asfixiarlo. Confundidos por los alaridos de dolor, los demás emprendieron la huida.
Aún estaba oscuro cuando la mano llegó a las afueras del barrio, hasta la casucha donde vivía. Allí, tendido en una estera estaba el resto de su cuerpo, pálido, desangrado. A su lado, sentado en un rincón, el fantasma de su amo agonizante. Ella intentó recriminarle por haberla abandonado a su suerte en la tienda, por su cobardía, pero era inútil. Con los últimos asomos de luz, sus ojos la observaban como si ella hubiese tenido la culpa de su desgracia. Hasta que, sin dejar de mirarla, la aparición se desvaneció en las sombras. Cuando amaneció, ya la mano había cavado un hueco profundo en la orilla del arroyo. Como pudo, arrastró el cuerpo inerte de su amo y lo cubrió con arena hasta sepultarlo por completo.
Temeroso aún, por la posibilidad de haber cometido un crimen, el viejo Ziko no abrió la tienda en toda la mañana. No probó bocado, no tomó café, el cuerpo le temblaba. Las huellas de sangre en el piso fueron absorbidas por el polvo seco del verano que batía las alas de la puerta a su aire, hasta que él las cerró de nuevo. ―Quizá solo se trató de un mal sueño―, pensó, ―no hay rastro de haber matado a nadie. A media tarde, después de tanto divagar y de escuchar a través de las rendijas las voces de los niños que venían a comprar tres dientes de ajo, una papeleta de café o cinco cucharas de azúcar, decidió abrir la tienda. Los muchachos le dijeron que no había ocurrido nada extraordinario en el barrio, aparte de una perra que amaneció muerta en medio de la calle.
―Era una bruja ― pensó… ―he matado a una bruja ― y rogó por el alma de esa pobre infeliz.
Los siguientes fueron días de aspaviento y sobresalto. Pese a que los calderos amanecían tapados, los chicharrones aparecían regados sobre la hornilla y el cucayo del arroz raspado en su interior. A la sombra de los matarratones, haraganes y somnolientos, los burros corcoveaban porque sentían que una mano traviesa les arrancaba los pelos del jopo. Algunas señoras confesaban al pastor que sus maridos se habían vuelto libidinosos después de viejos, tocándolas por todas partes bajo las sábanas, y que ya ellas no estaban para eso. Las muchachas perdían su inocencia mientras dormían y eran evidentes los apretujones morados en sus tetas duras. Los señores se quejaban de sus mujeres porque los bolsillos y billeteras resultaban vacíos de la noche a la mañana y, estas a su vez los acusaban de empeñar sus escasas alhajas para ir a beber.
La tienda del viejo Ziko estaba situada en el centro, a orillas de una pequeña plazoleta; era el corazón del barrio, el punto de encuentro de chicos y viejos. Pese a que la gente se acostaba temprano, él nunca más pudo conciliar el sueño. La sospecha de haber matado a una bruja no le permitió otra noche de sosiego. ―Quizá dejó hijos huérfanos―, pensaba. Con sentimiento de culpa, a todos atendía con generosidad y a nadie negaba nada, así supiera que nunca le iban a pagar. Incluso encimaba dulces a los pequeños para arrancarles una sonrisa. No obstante, el negocio iba en picada, pues la gente en el barrio era cada vez más pobre y desgraciada, los perros y gatos seguían apareciendo ahorcados en los callejones y el barrio estaba cada vez más desolado. Aunque nunca más le volvieron a robar, los ruidos una vez cerrada la tienda lo seguían atormentando.
Cuando el pastor en una arenga apocalíptica maldijo al barrio y lo condenó al fuego del infierno, porque la mano oscura de Satán había metido sus mugrosas uñas en la bolsa de los diezmos, la gente se llenó de temor y comenzó a abandonar sus casas en silencio. Ya casi nadie visitaba la tienda, no por falta de necesidad sino por vergüenza, pues la lista de fiadores se había hecho extensiva a todos sus habitantes hasta dejar al viejo Ziko al borde de la ruina. En completo abandono, el viejo recogió sus corotos y emprendió la partida. Con lo poco que le quedó, se mudó a otro lugar para comenzar de nuevo, donde hubiera más gente, más clientela, menos miseria.
Al desempacar, un vetusto y pesado baúl del cual no tenía memoria llamó su atención. De un hachazo voló su tapa y del interior emergió un verdadero tesoro: un arrume de aretes, pulseras, cadenas y dijes de plata y oro; monedas y billetes de todas las denominaciones.
Buscando desentrañar aquel misterio, vació el baúl por completo. Adherida al fondo halló la estampita de la mano poderosa. La desdobló, pero no encontró ningún nombre en ella. Con dificultad leyó las palabras de la oración, que manchas pardas como de sangre seca dejaron al descubierto:
“Aquí vengo con fe… a buscar misericordia en situación angustiosa. No me desampares… sea tu mano poderosa la que abra o cierre la puerta que me conviene… ante ti dejo esta súplica… de un alma obligada por el destino a grandes pesares… sigue siendo generoso, haciendo buenas obras, de tal manera recibirás recompensa desde el infinito”. (F)
@FFscaballero