Por HUMBERTO TOBÓN
Un año después de haber aparecido el coronavirus tipo 2 del síndrome respiratorio agudo grave (SARS-CoV-2), también conocido como Covid-19, los científicos secuenciaron su genoma y los laboratorios trabajaron contrarreloj para tener una vacuna que ayudara a inmunizar a la humanidad contra esta enfermedad.
En esa carrera contra el tiempo, se aprobó para uso de emergencia la vacuna Comirnaty de Pfizer/BioNTech. A ella le siguieron Moderna, Jansen, Aztrazeneca, Sinovac y Sputnik, entre otras, que han demostrado ser eficaces en el control de la infección, aunque su tiempo de inmunidad parece ser limitado, de acuerdo con los estudios científicos. Por tanto, se requieren refuerzos, que podrían llegar a ser anuales, según declaraciones del ministro de Salud de Colombia.
Las vacunas surgieron cuando en el mundo ya se habían infectado con el virus 83 millones de personas, de las cuales 1,8 millones fallecieron. En Colombia ese balance era 1,6 millones de infectados y 43 mil muertes.
La adquisición de las vacunas se convirtió en una guerra diplomática y en una agresiva contienda económica. Los países más ricos, muchos de los cuales contribuyeron a la financiación de las investigaciones, se quedaron con los primeros lotes, en el afán de inmunizar a su población. Ellos acapararon las vacunas y al resto del mundo le tocó idearse un modelo de adquisición y distribución solidaria, además de someterse a unas condiciones indignas de negociación con los laboratorios. El capitalismo salvaje en toda su dimensión.
Los laboratorios hicieron negocios durante el primer año de la vacuna por 65 mil millones de dólares. Esa cifra seguirá creciendo, porque las dosis de refuerzo se deberán aplicar de manera periódica, lo cual ha impulsado a los países más poderosos a intensificar la lucha por tener más stock de vacunas.
Mientras esto sucede, en Asia y especialmente en África los niveles de vacunación han sido extremadamente bajos. Esto genera, como lo demostró la variante ómicron, que desde esos lugares se pueden expandir linajes más infecciosos y tal vez más mortales.
La razón natural indica que lo que se debe hacer es desarrollar un plan de vacunación mundial simultáneo en cada una de sus etapas, pues es la única forma de tener mayor control sobre la propagación de la enfermedad. Pero esto no es posible debido a los intereses económicos y geopolíticos que animan las actuaciones de la mayoría de líderes mundiales. La estupidez en toda su dimensión. Esta clase de actuaciones queda muy bien definida en la película “No miren arriba” que es la sensación por estos días en Netflix.
Aunque algunos gobernantes han pedido que los laboratorios compartan la tecnología de las vacunas y que cedan los derechos de propiedad intelectual a cambio de una indemnización que pagarían todos los países, la negativa ha sido total, violándose de esta manera los derechos humanos de miles de millones de personas, que no tendrán la posibilidad de beneficiarse con la inmunización frente a una enfermedad que ha demostrado ser muy agresiva y bastante mortal, pero que es evitable.