Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
“¿Cuántas veces puede un hombre volver la cabeza y fingir que simplemente no ve?”, preguntaba Bob Dylan en una reflexión musicalizada contra de los horrores de la guerra de Vietnam. “La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento” (It’s blowing in the wind), respondía.
Afirmada en su cultura, sus mitos y su poderío, cada civilización tiene un concepto de sí misma un tanto adánico y etnocentrista. Lo vimos en el antiguo Egipto, en la Grecia clásica, en todas las dinastías chinas, en el imperio romano. Pero pese a su grandeza, a las epopeyas y páginas poéticas escritas sobre la vida y el comportamiento humano, ninguna ha sido un dechado de virtudes. Solo son seres humanos abriéndose camino entre pasiones y ambiciones, entre supersticiones, dioses y demonios.
Un imperio sucede al otro, así ha sido siempre; una postura política desprovista de prejuicios, de particularidades espaciales o temporales nos enseñaría a ser más humildes y a tratarnos con mayor respeto entre los pueblos. Pero la vocación de los imperios es feroz, se alimentan de sangre joven y de carroña. No importa si el otro es pacifista, o no ha hecho nada para provocarnos, quizá tan solo tiene la desdicha de estar asentado sobre una mina de cobre, sobre un pozo de petróleo, o una riqueza insospechada capaz de convertirlo en objeto de deseo. Los ejemplos abundan: pueblos enteros arrasados en África porque la fuerza bruta de sus hombres fue apetecida por un puñado de esclavistas. Miles de mujeres condenadas a la hoguera en la Edad Media, acusadas de brujería por usar hierbas para aliviar el dolor de sus hijos, o por ser consideradas un portal directo al infierno; millones de nativos asesinados en América por su no sumisión al rey, su desconocimiento del nuevo dios. Y por su oro, claro.
Como el pez grande, las potencias quieren devorar al más pequeño o al desvalido. Es casi una ley natural, aunque no siempre: los lobos y los perros salvajes se unen en manadas para atrapar presas del tamaño de un búfalo o de un oso. La historia sigue su curso macabro, nada de lo que hagamos nos detendrá, ningún mandamiento divino, ningún ritual o exorcismo arrancará de nuestro espíritu ese instinto devorador, ese impulso salvaje de aplastar al otro, de apropiarnos de lo que lo hace diferente, de imponerle nuestra voluntad y costumbres. “Nos tocamos para atacarnos”, dice Margaret Atwood en su libro de poemas Posturas políticas.
Los imperios suelen ser brutales, despiadados, con barbarie justifican su permanencia y sus acciones como única reacción ante la barbarie. Propagan su credo filosófico con sofismas y eufemismos que esparcen con un poder mediático tan invasivo como la peste. El poder es inapelable, o dicho por Margaret, “es como el aire, permeable, lo invade todo, nos envuelve”. Pero por fortuna su rostro está garabateado en la arena del tiempo, que la lluvia y el viento acabarán desdibujando.
Toda guerra es una sucesión de crímenes, una cadena indefinida de violaciones y desatinos, de pretender imponer unas condiciones. Cada imperio lo ha hecho a su manera, al principio incendiando y arrasando a los pueblos vencidos, degollando a los hombres y preñando a sus mujeres; luego, sometiendo a la ciudad o nación vejada, esclavizando a los guerreros y obligando a sus gobiernos a pagar impuestos onerosos.
Los imperios modernos han inventado nuevas formas de sometimiento: bombardean a las naciones, destruyen su infraestructura y luego se apropian de su riqueza, de sus pozos petrolíferos de sus minas, de sus recursos, con el pretexto de solventar el deterioro logístico y el costo de las armas invertidas en dicha operación de guerra. Así lo hicieron en África, tantas veces colonizada, en los países musulmanes y en el norte de Europa.
A los países que no se doblegan o no se dejan invadir, les aplican una vieja táctica pirata, el asfixiante y devastador “sitio”, el país en cuestión es sometido a un indefinido cerco, un desgastante bloqueo económico y de insumos hasta verlos morir de hambre. Con esta antigua treta tuvieron éxito los romanos en Masada, y algunos piratas en pequeñas ciudades del Caribe, no así en Cartagena; lo aplicó Churchill en la India y lo aplica USA hace 60 años en la isla de Cuba.
Pese a su demostrada ineficacia, el sometimiento o las sanciones son mantenidas para impedir que dicho país pueda demostrar que su sistema de gobierno es tan eficaz, o quizá más, que el sobrevalorado concepto “democrático” de muchos: las comillas se deben a que en la más reciente reunión general de la ONU la votación sobre del bloqueo contra la isla arrojó como resultado 184 votos a favor del desbloqueo, 2 para que se mantenga y 3 abstenciones; como todos sabemos, el bloqueo se mantiene porque los dos que votaron a favor son Estados Unidos e Israel, los mismos que bombardean indiscriminadamente a los palestinos durante años. Para vergüenza nuestra, entre los abstencionistas se encuentra el país cuyo gobierno envió un escuadrón de mercenarios para asesinar a su presidente: Haití, una nación pobre, sin atractivos, cuya mayor desgracia es estar atravesada en una de las rutas del narcotráfico transnacional. Jamás una resolución internacional ha condenado el hecho, quizá por ello en el colmo del cinismo y con una guerra interna sin resolver, el gobierno de Colombia se postula para mediar en la resolución del conflicto ucraniano.
El estallido de las primeras bombas ilumina la mueca trágica de los contendores. Allí están las cámaras de televisión para idealizar ese gesto de horror, que pronto veremos en las pantallas de cine convirtiendo en heroísmo la estupidez, o tergiversando desvergonzadamente los hechos. Gracias a ambientados escenarios de Hollywood los jóvenes de hoy piensan que fue el ejército norteamericano el encargado de sacar a los nazis de Berlín, y en docenas de películas hemos visto engreídos a los derrotados soldados norteamericanos saliendo victoriosos de Vietnam. Me pregunto cuántas derrotas del pasado estudiamos hoy como contundentes victorias: ¿será eso a lo que llamamos “mundo paralelo”?
Ya es sabido que apenas suena el primer disparo, la verdad arría sus banderas y se refugia tímidamente en los más alejados rincones del sentido común. Pese al paso del tiempo, a los fulgurantes triunfos, a las dolorosas derrotas, hay algo que aún no hemos aprendido. Aunque Bertolt Brecht insinúa que la guerra siempre es la misma, sospecho que la guerra nunca es igual, es un gen pestilente y mortal que siempre muta, su cura es impredecible, deja cicatrices profundas y nunca sana del todo; no deja de sorprendernos, y ésta de Ucrania no es la excepción. No es una confrontación de credos, ni de ver quién tira el chorro más lejos, es una apuesta soterrada de la derecha internacional por ganar con cara y con sello. Este no es el conflicto ideológico que pretende vendernos la OTAN, no es cierta esa idea de que hay dos bandos y unos principios en juego, es solo ambición, un juego de tronos entre similares para posesionarse estratégicamente, presentan la imagen de un mundo civilizado que lucha por la democracia y las libertades contra el imperio de las sombras, el fantasma insepulto del comunismo que de tiempo en tiempo resucitan a conveniencia para atemorizar incautos. Mientras en Colombia y todo occidente asocian a Putin con los partidos de izquierda, él brinda apoyo económico a la ultraderecha europea, Le Pen, Vox, y otros, no en vano Trump, que sigue expectante la partida, aplaude sus movimientos a lo lejos, y los grandes magnates le extienden mensajes de admiración. Algo huele mal. Tal como se conjetura con la peste, necesitan agitar el mosquitero, precisan diezmar a la población y empobrecer a un amplio sector, sacudir el árbol para que caigan los más débiles, todo lo que está flojo: No tienen cómo perder, el negocio de la guerra es un gana-gana, en breve se reunirán a tomar wiski en sus yates de lujo, y entre carcajadas grotescas verán aumentar asquerosamente sus fortunas.
No obstante, igual que en algunas actividades como la pesca no todos conocen las reglas del juego, de ser así “los peces no morderían el anzuelo”. Merced a una diplomacia ventajosa y a los medios, la hipocresía occidental se refleja también en el deporte y la cultura. Se supone que los juegos olímpicos y en general los torneos mundiales son el sustituto de las guerras que permite nivelar a pequeños y grandes, quizá un partido de fútbol lo hubiese zanjado todo, no obstante, lo primero que han hecho en este caso es bloquear la participación de toda delegación rusa en cualquier ámbito. La filarmónica de Zagreb prohíbe entonar a Tchaikovsky, la ópera de Múnich y la Scala de Milán despiden a Valery Gergiev, su director ruso, y una prestigiosa universidad de Milán acaba de prohibir la enseñanza de Dostoievski por el mismo motivo, ¿qué sigue?, se pregunta con razón un twittero, ¿desmontar la obra de Kandinsky o quemar los libros de Tolstoi? Estamos bordeando los límites de la estupidez colectiva, dicen en redes: no se midió con el mismo rasero a las delegaciones israelíes o norteamericanas, pese al criminal exterminio del pueblo palestino, y al bombardeo despiadado e injustificado sobre Irak.
Un conflicto mundial en este momento sería devastador. Cuando el planeta está ad portas del colapso, mientras el aire que respiramos y el agua que bebemos están cada vez más contaminados, “necesitamos mutuamente de nuestro aliento, de nuestro calor, sobrevivir es la única guerra que debemos afrontar”, nos recuerda Margaret Atwood. (F)
@FFscaballero