Por GERMÁN AYALA OSORIO
Las múltiples formas de violencia, la privatización del Estado a manos de una élite guiada por un ethos mafioso y una sociedad culturalmente empobrecida por una oferta mediática que insiste en volver héroes a militares, expresidentes, futbolistas, ciclistas e incluso a narcotraficantes, cuyas vidas noveladas insisten en la instrumentalización sexual de la mujer, hacen parte de los problemas históricos que arrastramos como nación.
Para superar esas complejas circunstancias se necesita, más que del cambio de régimen de poder, de una profunda y sostenida revolución cultural. Un tipo de insurrección, sin armas, que proscriba el ethos mafioso, compuesto por millones de colombianos que siguiendo el ejemplo de sus gobernantes decidieron acudir a prácticas ligadas al bandidaje.
Hablar de revolución cultural en un país de revoluciones armadas fallidas, que solo sirvieron para que el régimen consolidara la operación del Estado para el beneficio de unos pocos, resulta para muchos inconveniente y para otros utópico.
En plena campaña electoral varios de los candidatos presidenciales hablan de educación, aunque son cautos al hablar de una revolución cultural que incluye por supuesto a los procesos educativos, pero que no termina en el modelo tradicional de educación que opera en colegios y universidades.
Esa revolución cultural, además de tomar tiempo, quizás décadas, requiere de un cambio en la forma de pensar de la élite y del resto de la sociedad. La escritora Carolina Sanín alude en reciente columna a ese elemento ético-político que caracteriza a los miembros de familias poderosas o cercanas a dos o tres magnates criollos. “Para unos, la pertenencia a ese colegio significa la confirmación de sus viejos fueros, mientras que para otros es la corona de un ascenso social. Para unos y otros, se trata de la manifestación de un privilegio que se define, como todos los privilegios, por medio de la exclusión de los demás”.
Levantadas sus vidas sobre fueros y desafueros y no sobre la idea de derechos universales, la élite colombiana deviene atrapada no solo en el ethos mafioso, sino en la confusión étnica que les produce venir de un inaceptable y vergonzante proceso de mestizaje. Quizás, entonces, lo primero que debamos hacer para apostarle a una revolución cultural, es sentirnos orgullosos de compartir con indígenas y afros, información genética; y con la vida campesina, la rectitud, el don de gentes, de quienes trabajaron la tierra, a pesar de los esfuerzos de sucesivos gobiernos, por sacarlos del campo, y obligarlos a sobrevivir “colgados” de laderas áridas.
Así, se requiere que la escuela, las familias, el Estado, los literatos y los artistas se unan en torno a una narrativa que nos ayude a sentirnos orgullosos de nuestro mestizaje. Una vez posicionada esa narrativa étnica, capaz de recoger la diversidad cultural, entonces forzar para firmar un nuevo contrato social. Uno que busque minimizar al máximo la inequidad, la desigualdad, y la animadversión hacia lo afro y lo indígena.
Si aceptamos que necesitamos de una revolución cultural, pensemos entonces quién en estos momentos podría liderar, desde la política, dicho cambio. Porque lo más probable es que existan esfuerzos y experiencias puntuales que apunten hacia ese objetivo de “revolcar” la cultura hegemónica moderna, basada en la superioridad de un hombre blanco, bello, rico y educado. Lastimosamente, no veo en estos momentos quién pueda liderar ese proceso revolucionario y pacífico.
Mientras emerge ese líder o lideresa, hagamos conciencia de las prácticas propias de ese ethos mafioso, para luego proscribirlo. De esa manera habremos dado un paso en la dirección correcta. Podemos también empezar por dejar de crear y creer en héroes, muchos de estos afectos al discurso con el que desconocen sus procesos de mestizaje y cercanos a esa élite que insiste en “blanquearse”, para imaginar que es posible vivir como arios, así sea rodeados de gente de piel cobriza, o de negros que brillan como piedras obsidianas.
@germanayalaosor