Por JORGE GÓMEZ PINILLA
Si la memoria no me falla, una consigna que escuchaba con frecuencia en los mítines universitarios era “¡Patria o muerte, venceremos!”. La había asumido como suya el Ejército de Liberación Nacional (ELN), pero su origen estaba en un documento que se conoció como la Primera Declaración de La Habana, aprobada en multitudinaria asamblea popular en la Plaza de la Revolución el 2 de septiembre de 1960, tras la entrada triunfal de las tropas de Fidel Castro a esa ciudad.
Nunca he sido partidario de la causa guerrillera, aunque sí me precio de ser un hombre con ideas de izquierda, pese a haber nacido en un ambiente familiar ultraconservador y clerical, al punto de tener un tío de nombre Laureano y de que en mi casa se rezaba el “Santo Rosario” todos los días.
Conté con la fortuna de conocer a Horacio Serpa, barramejo como el suscrito. Esto contribuyó a mi formación dentro de una ideología política liberal, sustentada en el compromiso con la justicia social (o sea con los pobres), la separación entre Iglesia y Estado y el respeto a la diferencia, tanto en lo filosófico como en la preferencia sexual.
Esto no significa que solo los liberales respetamos las ideas contrarias, ni que todos los godos practican la intolerancia con el que piensa diferente. En este terreno conté con una segunda buena fortuna, la de un primo mayor de nombre Nilson (Pinilla) que llegó a ser presidente de las cortes Constitucional y Suprema. Él sigue siendo de ideas claramente conservadoras, pero no recuerdo charlas más amenas sobre temas políticos que las que sosteníamos en diversas reuniones familiares, con asado a bordo en el patio de nuestra casa del barrio Lisboa en Bogotá, de gratísima recordación.
En alguna ocasión fui invitado a unirme a las filas del M-19, una tarde de sábado de 1980. Llegaron a mi trabajo -en Inravisión de la avenida Eldorado, donde me desempeñaba como locutor de la Radio Nacional- dos amigos que justo ese día supe que permanecían a esa agrupación. Subimos a la terraza del edificio en busca de privacidad y allá, tras enterarme de su militancia armada, hicieron la propuesta. Pero yo en esos días andaba sumergido hasta los tuétanos en la lectura de los grandes clásicos de la literatura, sobre todo la francesa, en lo que comenzaba a constituir mi más grande descubrimiento vital. O sea, no me interesaba nada diferente a seguir leyendo (desde Baudelaire y Sartre hasta los poetas malditos) y creo no equivocarme si la respuesta que les di fue también literaria: “mi mejor arma es la pluma”.
Tan largo prolegómeno por fin me acerca al tema de esta columna, la elección del nuevo presidente de Colombia mañana 19 de junio, en lo que constituye una jornada histórica definitiva. Para el que hoy escribe, el horizonte se bifurca en dos opciones claras (bueno, una clara y otra oscura), en forma de carisellazo: el cambio o la perpetuación del desmadre. Y como en la moneda al aire decide el azar, porque las encuestas hablan de un empate técnico en las preferencias, mitad y mitad.
No nos llamemos a engaño, Colombia no se merece la desgracia de tener como presidente a un tipo indigno de cualquier muestra de respeto como Rodolfo Hernández, quien se presenta como adalid de la lucha contra los corruptos pero carga con una imputación penal de la Fiscalía por corrupción, y cuyo temperamento deja entrever a un astuto anciano cascarrabias que invierte parte de su inmensa fortuna en satisfacer el anhelo narcisista de hacerse elegir presidente de Colombia con videos de TikTok y actos histriónicos que atrapan la simpatía de los más ignorantes, ávidos de entretenimiento. Como cualquier saltimbanqui callejero frente a su público de ocasión.
Cuando hablé arriba de “patria o muerte” no fue en su primigenia concepción guerrillera, sino como constancia de estar abocados a elegir uno de dos senderos: la posibilidad de un triunfo de Gustavo Petro que desde una perspectiva de Pacto Histórico abra las compuertas del poder a la construcción de una nación donde quepamos todos, o una opción arcaica, primitiva, fatídica y mortal, la de seguir atrapados en una espiral de violencia y corrupción cuya solución sin duda alguna no se encuentra en las manos del farsante santandereano ya descrito, quien quedaría atrapado por las fuerzas oscuras que hoy luchan afanosamente por sentarlo en el solio de Bolívar, para manejarlo a su antojo.
Digo también patria o muerte porque empeñé mi pluma en la tarea de influir en la voluntad de los colombianos para convencerlos del peligro o la inutilidad de elegir a ese sujeto, pero tuve una salida en falso acompañada de una seguidilla de errores que condujeron a un golpe -diríase también mortal- a mi credibilidad como periodista.
Patria o muerte traduce entonces la posibilidad de continuar mi vida profesional ligado a una propuesta política renovadora de las costumbres y afín a la búsqueda de justicia social, o la consolidación de un gobierno encabezado por un paisano al que no sería exagerado decir que reté a duelo y cuya batalla perdí, por una ejecución de mandoble en la que llevado por una salida emocional en falso me autoinfligí una herida letal, no sé aún si irreparable.
Tengo entonces perfectamente claro que si mañana ganara Rodolfo Hernández, mi vida se haría invivible, valga la redundancia. Ante la imposibilidad física y moral de vivir en semejante asco de país (gobernados por un megalómano bravucón) tendría que ir pensando en emigrar allende las fronteras, o buscar una salida más creativa, desde la óptica de la dignidad.
Post Scriptum: Si hay un segundo daño que necesito reparar -además del que atañe a mi autoestima severamente lesionada- es el que le causé a la casa editorial que con generosidad me acogió durante siete largos años, y cuyo prestigio se vio afectado por la seguidilla de errores que cometí en esa jornada fatal: sobredimensioné las expectativas cuando hablé de pruebas donde había indicios y, al día siguiente, llevado por la ansiedad del feroz matoneo al que me vi sometido, caí en la ingenuidad de pedirle a don Fidel Cano que retirara mi columna, creyendo falsamente que mi honestidad intelectual se vería compensada con comprensión colectiva. Craso error, porque se me vino el mundo encima. Pero esto ya será tema de otra columna.