Por JOSÉ ARISTIZÁBAL G.
Ganaron Petro, Francia Márquez y las izquierdas. A él y a ella hay que brindarles todo el reconocimiento como los grandes líderes que han conducido el tren. Y a las izquierdas, por ser uno de los núcleos principales para sacar adelante esta difícil victoria tan preñada de buenos augurios. Pero el proceso nunca se podrá reducir a ellos. Primero, porque ha sido un abanico de democratismos y progresismos de variopintos colores los que se han tenido que conjuntar para remontar el largo y duro jaleo hasta la segunda vuelta por la presidencia.
Segundo, y lo más importante, porque el triunfo de ayer no se lo debemos solo a unos dirigentes y unas formaciones y grupos políticos: han sido unas insubordinaciones y unos movimientos sociales en ascenso los que se están removiendo en el trasfondo del país, los que han desplazado a las maquinarias electorales y se han expresado con la contundencia necesaria para sobrepasar a las mismas viejas políticas de siempre. En primer lugar, es el triunfo de las mujeres, sus feminismos y los avances frente al patriarcado. Desde las más humildes y atropelladas por todas las violencias, desde sus organizaciones más pequeñitas y locales, ellas están rompiendo la invisibilidad y la posición de subordinación en que las han pretendido mantener tanto las derechas como las izquierdas. Recuperando los tejidos, cuidando la asociatividad, alimentando la movilización social y los paros, tendiendo puentes y seduciendo con su amorosidad, ellas son artífices de este cambio de gobierno.
En segundo lugar, es una victoria de la juventud que en el estallido social del año pasado gritó: ¡no más! ¡basta ya! Esas muchachas y muchachos que en su generosidad han enfrentado a la represión y expuesto sus vidas peleando no por intereses partidistas o sólo por lo suyo, sino por sus comunidades, sus barrios, la educación, el trabajo, la igualdad y un futuro menos incierto para todos. En tercer lugar, de los pueblos originarios y los pueblos negros: los indígenas han mantenido encendida la llama de la resistencia y nos dan ejemplo diario en la defensa de su autonomía y sus territorios a pesar de su largo genocidio y su actual exterminio físico y cultural; los negros y las negras también se levantan, recuperan su memoria, sus ancestros y, ambos, junto con las mujeres son los pilares principales para superar la colonialidad del poder, el racismo, el clasismo y el extractivismo.
Al lado de otros actores, los demás trabajadores, los campesinos, los ambientalistas que trabajan por frenar el calentamiento del planeta, las capas medias, esos tres son los que, en estos años y hasta ahora, han jalonado las movilizaciones y las elecciones. Esto es importante resaltarlo por varias razones: i) Porque que esos tres sujetos sociales son los que están dispuestos a jugarse sus cuerpos, sus vidas por garantizar que sí haya cambios importantes. ii) Porque ellos y ellas son los que remueven las capas más profundas de la dominación: el patriarcado, la colonialidad, el racismo, los paradigmas de la modernidad europeo-norteamericana. iii) Porque las reformas de algún calado tendrán fuertes resistencias y nunca se pueden hacer solo desde arriba. iv) En el siglo XXI no se trata del triunfo de una clase contra otra clase, ni de unos partidos o vanguardias, tampoco del proletariado. Se trata es de la humanidad contra la inhumanidad, de la vida contra la muerte, de las grandes mayorías contra el uno por ciento (1%).
Afortunadamente, hoy podemos aprender de los progresismos que gobernaron una parte de Nuestra América en las dos primeras décadas de este siglo. Una de sus enseñanzas es que las transformaciones no se pueden confiar únicamente a los gobiernos y a los parlamentos y que los gobiernos no deben tratar de cooptar a los movimientos sociales por mucho que simpaticen con estos. Una cosa es la participación, otra muy distinta la cooptación. La principal garantía para que las apuestas de la campaña electoral se cumplan es que esas insubordinaciones y esos movimientos sociales mantengan su autonomía, bien para apoyar y defender al gobierno o bien para empujarlo o impugnarlo cuando sea necesario. Lo cual no niega ni contradice a los dirigentes, ni al Gran Acuerdo Nacional. Por el contrario: es lo que más les puede dar legitimidad y ayudarles a materializar sus programas.
La otra enseñanza es que el monstruo del Estado, ese aparato refractario como una roca a cualquier remoción, permanece casi intacto detrás y es algo más profundo y enraizado en la sociedad y en las mentalidades; que las mieles del triunfo y de los logros que se van obteniendo tienden a olvidarlo; y que esos tres actores, que son antisistémicos, los más interesados en la superación de la violencia, en la paz, la armonización, la sanación, los campos más fértiles para el amor social y el amor político, han de mantener sus manos libres para deconstruirlo y su herramienta fundamental es su autonomía.
En palabras más breves: en lo que se inició a partir del domingo pasado debemos aprender a trabajar con ambos brazos simultáneamente: el uno desde el gobierno popular; el otro, por fuera, desde la movilización social, desde los abajos. Pocas veces en la historia se dan esas condiciones excepcionales para que ello sea posible, como ahora. Si lo logramos, esta experiencia puede ser un parteaguas que abra los caudales de la política del amor no sólo para Colombia sino también para América Latina.