Por GERMÁN AYALA OSORIO
El balance que deja el largo y degradado conflicto interno en Colombia no solo es negativo en términos del medio millón de víctimas mortales, los casi 100 mil desaparecidos y más de siete millones de desplazados, sino en la incapacidad de la sociedad de asumir el Estado como un regente social universal. Se suma a lo anterior el excesivo poder que se les entregó a quienes desde el estamento castrense debían construir lazos de confianza con la población civil, pero no cumplieron con el cometido. Por el contrario, asesinaron a 6.402 colombianos inocentes y persiguieron o torturaron a cientos de miles más. En el mismo sentido se extiende el error a aquellos sectores sociales que asumieron a las guerrillas y/o paramilitares como salvadores, cuando de muchas maneras, terminaron comportándose igual o peor a las estructuras coercitivas del régimen al que estaban atacando las primeras y defendiendo, los segundos.
El conflicto armado, sus dinámicas y las acciones temerarias y homicidas llevadas a cabo por todos los actores armados, redujeron el asunto de la seguridad al poder de las armas, como si el uso de estas remplazara la confianza en el Estado y superara las diferencias entre los objetivos colectivos y los individuales.
Sacar las armas de la política, como se pactó en La Habana, no constituye únicamente un llamado de atención al Estado, a los partidos políticos y a la sociedad en su conjunto, sino la constatación de la necesidad de ampliar el concepto de seguridad, basado en el poder intimidante de las armas, al de una seguridad integral, basada en la generación de confianza entre los ciudadanos y entre estos y el Estado, asumido este último como un tipo de orden creado para servirle a todos los que hoy viven y sobreviven dentro del territorio nacional.
A propósito del asunto de la seguridad, en el informe de la Comisión de la Verdad se lee que “el modelo de seguridad que desde hace décadas rige en Colombia nació en buena parte del Frente Nacional, y posteriormente se ha dado en el contexto de un conflicto armado interno. Este modelo ha sido problemático y no ha tenido la capacidad de garantizar los derechos ni proteger a toda la ciudadanía por igual, sino especialmente a ciertos grupos, mientras desprotege a otros. La seguridad del Estado no ha amparado a todo el territorio ni a toda la población” (p. 465).
Se trata entonces de una derrota socio-política, étnico-territorial, ambiental y cultural del Estado como símbolo de unidad y guía moral para sus asociados. Y ello compromete el talante de todos los jefes de Estado que asumieron las riendas del poder arrastrando los errores del pasado, cometidos por haber soportado la operación estatal únicamente desde el poder de las armas, concentradas estas en el accionar de militares y policías, instrumentalizados por una clase política y empresarial miope y torpe. Al concentrarse en el afán de exterminar militarmente a las guerrillas, el Estado y la élite dejaron de lado la complejidad del país, su rica y múltiple composición étnica y las formas también diversas de asumir la vida y los territorios.
La Comisión de la Verdad asegura que “el Estado ha entregado la seguridad al Ejército y a la Policía militarizada, cuando el encuentro con la Colombia herida le ha mostrado a la Comisión que, si bien es necesaria la intervención militar en casos críticos en los que aún sigue del conflicto –y siempre en la perspectiva de ir hacia la paz–, la mayoría de los elementos de la seguridad no deben ser militares. El diseño de seguridad debería partir de la vida cotidiana de la gente y de sus líderes sociales, pasar desde allí a las instancias civiles del Estado, gobernadores y alcaldes, que deberían poner el foco en proteger las formas como la gente quiere vivir, y desde ese foco el presidente de la República debería orientar a la Policía para proteger a los ciudadanos, sus familias y comunidades” (p.464).
En mi columna anterior hablé de la necesidad de “desmilitarizar” el Estado, pero igual se debe hacer lo mismo con la sociedad. Hay civiles en Colombia que se identifican más con la vida de guerreros tipo Rambo que con aquellos civiles que desde las ciencias y las artes han aportado a la consolidación humanística de ser civiles. La recomendación de la Comisión de la Verdad es clara y muy seguramente resultará polémica: “disminuir el tamaño del Ejército” (p.465). Hacia allá deberá ir el país. Llegar a ese punto implicará, por supuesto, un cambio de “chip” en quienes hoy viven de la guerra y de aquellos que están prestos a ser sus instrumentos.
@germanayalaosor