Fotografía y texto: FERNANDO CANO BUSQUETS
Desde hace rato, mucho más que la mitad de sus 102 años, Tomasa Rodríguez sabe cuándo va a recibir una visita. Para entender la genialidad de su extraordinario don, hay que decir que en el pueblo donde vive Tomasa no pasa nada.
Fuera del río Magdalena, que anda lento por ahí con colores dorados por el sol y como si no quisiera llegar nunca a su desembocadura, no pasa nada.
Bueno, pasa tal vez la vida, por el frente de las casas, dormidas de calor, sembradas en el olvido como nidos abandonados. Corre en silencio, como no queriendo que sus moradores sepan que de alguna forma son parte de ella.
Claro que hay hijos y vecinas y perros y de vez en cuando pasa una mototaxi levantando el polvo de alguna de las cuatro calles desvencijadas que existen. Claro que hay una iglesia y un billar y recientemente cubrieron con pintura electoral una pared en donde antes se homenajeaba con un bello mural a las mujeres tinajeras del pueblo. Es tan real y tan colombiano este lugar, que no hay médico ni puesto de salud. El cura lo piden prestado al pueblo vecino para que venga los domingos a comulgarlos, y la Policía de las poblaciones cercanas tiene que consultar al comando de la capital la autorización para desplazarse hasta allá cuando sus habitantes la requieren.
Tomasa ya es ajena a todo ese barullo. Su existencia anda reducida al interior de la casa; camina por allí, del cuarto a la cocina, de la cocina al patio, del baño al comedor y del comedor al portal de la casa, porque en las tardes, de vez en cuando, se asoma una brisa que la hace olvidar el horno en que cocina sus últimos años.
La penúltima vez que Tomasa supo que tendría una visita, fue hace como 3 años, cuando una mariposa anaranjada se le metió al cuarto y revoloteó por un rato por encima de ella y de su cama hasta que salió como vino por la ventana. “Va a venir mi hijo”, anunció.
Aunque era tarde, salió a bañarse con totuma a la alberca del patio. Se vistió como se solía vestir para las ocasiones especiales, se peinó su cabellera gris y se sentó a esperar la visita en el umbral de la casa con los ánimos y el corazón repuestos. Al otro día la sorprendió Marcelo que acababa de llegar de Barranquilla para acompañarla por unos días.
Después todo volvió a la normalidad de las horas y de los minutos repetidos. Tomarse la medicina hasta agotarla, dejarse inyectar para aminorar el dolor de la espalda y de los huesos cuando alguien se compadece y le manda por correo la ampolleta. Cocinar, barrer y añorar los tiempos en que sus manos podían inventar con el barro tinajas, ollas, alcancías, areperos.
Son tan certeras pero tan escasas sus premoniciones que a veces le gustaría que las libélulas que aparecen, o el canto raro de algún pájaro o que los ruidos insólitos que a veces escucha, fueran también el anuncio de la llegada de un pariente, una comadre, un nieto o una bisnieta. Pero ella sabe cuándo el anuncio es verdadero.
Como el de hoy, 11 de julio de 2022, cuando supo desde muy temprano que iba a recibir visita. El fuego que prendió al amanecer en el fogón de la cocina, comenzó a bailar alegremente cuando colocó sobre él la olleta de calentar el agua. “Casi nunca sucede eso”, –le explicó a mi hija María, llegada hace unas horas de Bogotá-, y ahí mismo supe que hoy sería un buen día”. “Lo que no sabía era que iba a ser usted”, concluyó risueña, tapando con sus delgadas manos el fino rostro.
“No sabe cuánto me alegro de verla, la estaba esperando desde temprano”, le dijo sentada en su silla rimax al lado del comedor. Se quedaron hablando como comadres por mucho rato de tinajas, de historias de arcilla, de proyectos que van concretando después de años recientes de amigas de oficio que son las del alma, y yo me perdí discretamente detrás de la cámara para intentar hacerle un homenaje a esta mujer que sabe adivinar cuándo es que se van a interrumpir por unos momentos sus 102 años de soledad.