Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Madrid, que es como mi segunda ciudad de nacimiento, tiene múltiples atractivos que hacen que cada vez que la visito quiera revisitar algunos de ellos. Amo las pinacotecas de la ciudad. En la milla de oro del arte mundial encuentro los museos Reina Sofía, Thyssen-Bornemisza y del Prado. ¡Tremendo chute para el alma en tan poco espacio urbano!
Tras pagar un costosísimo vuelo y un económico hospedaje, me levanté a desayunar un café con un delicioso montado de tortilla en una, para mí, entrañable cafetería del centro. Vamos, que si se trata de engordar, que lo hagamos con felicidad.
Mi objetivo esta vez era dejar mi plan cutre de turista o de residente ahorrador y pagar sin hacer colas la entrada al museo del Prado, con el único objetivo de ver con toda tranquilidad y sin tumultos la colección de Goya y Las Meninas de Velázquez, obra ésta que desde siempre, y más desde que la pude tener en frente, ha ejercido una gran fascinación a mi espíritu.
De ella la crítica afirma que es la verdadera obra pionera de la fotografía, arte inventado más de dos siglos después de que Velázquez hubiese pintado a la infanta Margarita y a su corte. Varios fotógrafos dicen que observarla de cerca debería ser obligatorio para quien se dediquen a la fotografía. Afirman que la luz reflejada en Las Meninas, en distintas áreas de la obra, anuncia la necesidad de, al fotografiar, dotar de vida a la fotografía.
Muchos de los que han podido estar de tú a tú con Las Meninas, entre los que me cuento, aseguran que es el primer cuadro en el que el espectador hace parte integral de él. Y algunos incluso se atreven a asegurar que, en realidad, en el gran lienzo que Velázquez tiene en frente de sí, nos está pintando a los espectadores.
En fin, que este miércoles, con mi entrada de 15 eurazos, estuve en el museo muy a las 10 de la mañana. Ya sabía lo que quería contemplar, así que me dirigí a la sala 012 para que el maestro, en lo posible, 366 años después, me integrara en la obra, pintándome en ese lienzo que todavía tiene en blanco. Para ello me vestí con la ropa que, creo, me hace ver más bonita, y me peiné de una forma atractiva, para que mi retrato proyectara lo mejor de mí. Y como los ojos son el reflejo del alma, ese día no llevé puestas mis gafas, porque no quería que nada se interpusiera entre los pinceles del gran Velázquez y mi alma.
Muy emocionada entré casi corriendo a mi gran cita con el arte. Al llegar a la mundialmente famosa obra, quedé de una pieza: el cuadro estaba completamente en blanco. Sus personajes principales, la infanta Margarita, su corte, el perro y Velázquez, estaban fuera de él. Se encontraban al lado, esperando, con mucha calma, que la señora de la limpieza del museo aspirara el polvo acumulado durante casi cuatro siglos. Ninguno de los protagonistas de la pintura decía nada y tampoco dejaban entrever alguna sensación de disgusto. Esperaban en silencio y muy ordenadamente, sin generar ningún estropicio en la sala, a que la señora cumpliera con su cometido. Quise hablar con el maestro, pero estaba completamente estático y mudo. ¡Claro, estaba pintado!
Entonces hice lo que cualquiera haría en mi caso. Me quedé observando a la señora que, con mucho esmero intentaba retirar del lienzo toda la mugre acumulada durante centurias. Ella, con toda la profesionalidad, pasaba el cepillo de la aspiradora por todo el espacio que los personajes habían dejado libre. A ella le dijeron que debía limpiar muy bien el museo y lo estaba haciendo a cabalidad y sin emitir ningún sonido. El único ruido que se oía en la sala era el del motor de la aspiradora.
Yo la contemplé haciendo su labor. La verdad, ella en sí misma era toda una obra de arte. Observando sus movimientos por todos los rincones del lienzo, y notando que tardaba mucho más tiempo en la limpieza de las esquinas, no pude más que sentir admiración por esta mujer que, sola se había auto retratado en el museo del Prado, para que los pocos visitantes de esa mañana, la viésemos haciendo lo que mejor sabía hacer: pasar sus pinceles con destreza con el objetivo de dejar todo impoluto, porque de nada nos sirve una gran obra si carga consigo el polvo almacenado por los siglos de los siglos. Hizo su trabajo a profundidad. Las paredes, que gracias a la suciedad eran marrones, ahora estaban con su color original: el blanco. Velázquez y yo nos miramos al tiempo que asentíamos con la cabeza. Pude oír su voz que se expresaba en tono muy bajo para no estropear la concentración de la artista; solo abrió la boca para susurrarme: «mi querida Olga, ¡la limpieza es lo primero!».