Por JORGE SENIOR
Segunda parte
En la primera parte de esta columna especial vimos los premios en literatura y economía, para luego enfocarnos en lo que fue el trabajo que mereció el Nobel de química.
Tales desarrollos de la química bio-orgánica fueron realizados a finales de los 90 y comienzos del presente siglo. Resulta curioso que estos avances tengan mayor impacto en la medicina que los logros de Svante Pääbo, el sueco ganador en solitario del Nobel de Medicina de este año. Los suecos premiaron al sueco, pero no por rosca, como sospecharía un colombiano, pues se trata nada menos que del famoso padre de la paleogenómica, el estudio en laboratorio del ADN antiguo. Es el líder mundial en este campo.
Pääbo lideró el proyecto que por primera vez secuenció el genoma de un fósil Neanderthal (2009), lo cual llevó a la resolución de un viejo debate sobre la relación entre Neandertales y Sapiens, dejando en claro que sí hubo hibridación y que por tanto en los humanos actuales, especialmente europeos, hay genes neanderthales (alelos, para ser exactos). Como si fuera poco en 2010 anunció otra secuenciación histórica: una falange hallada en una cueva de Denisova, región de la Siberia rusa, muy cerca de Kazajistán y Mongolia, correspondería a una especie desconocida del género Homo.Y esa especie, ahora llamada los denisovianos, también se hibridó, tanto con Neandertales como con Sapiens, y en los humanos actuales, especialmente asiáticos, hay alelos denisovianos.
Todos estos hallazgos tienen una tremenda importancia filosófica, pues cambian radicalmente nuestro concepto de la naturaleza humana, alejándonos de todo tipo de esencialismo. Su importancia para la medicina apenas se está explorando. En todo caso, quienes trabajamos en filosofía y Gran Historia (Big History), estamos de plácemes con el reconocimiento a una de las personas que más ha contribuído a desentrañar la genealogía humana. Pääbo, hijo de otro Nobel de Medicina, es tan merecedor del premio que hasta ha podido ganarlo antes por su trabajo sobre la evolución molecular del gen FoxP2, el llamado “gen del lenguaje”. Nota bibliográfica: Pääbo publicó en 2014 el libro El hombre de Neanderthal, traducido en 2015 al español (Alianza Editorial). Ver reseña.
Y ahora viene lo mejor. En 2022 hubo otro premio Nobel dotado de una importancia filosófica aún mayor, si cabe. El de Física, otorgado a un trío que al igual que Ernaux y Sharpless, nacieron en los años 40: el francés Alain Aspect, el austríaco Anton Zeilinger y el gringo John Clauser, de los Clauser de Pasadena.
Todo empezó con el debate filosófico más importante del siglo XX, el cual no fue protagonizado por filósofos sino por científicos: Albert Einstein y Niels Bohr. Un rifirrafe de alturas inusitadas que inició en el Congreso de Solvay de 1927 con la crítica de Einstein a la mecánica cuántica que él mismo contribuyó a crear, a la cual acusaba de incompleta. El primer round lo ganó Bohr y el segundo, en 1930, también. Einstein ripostó en 1935 con uno de sus artículos más famosos, escrito en inglés con Boris Podolsky y Nathan Rosen, por lo que se le conoce con la sigla de sus apellidos EPR y su contenido pasó a la historia como la “paradoja EPR”. Lo que estaba en juego era nada menos que la naturaleza de la realidad. Para Einstein y sus compañeros era imposible la interacción instantánea a distancia, como pareciera suceder en los entrelazamientos cuánticos entre dos partículas. “Spooky action”, la llamaba el genial judío. En el lenguaje de la física actual se le denomina “no localidad” (que sólo ocurre en ciertos fenómenos cuánticos).
Dicho burdamente, con perdón de los filósofos, Einstein defendía el realismo objetivo y determinista en el marco de un programa de búsqueda de “variables ocultas”, mientras que Bohr se alejaba de esa visión filosófica promulgando un metafísico “principio de complementariedad” y lo que finalmente se conocería como “la interpretación de Copenhague”, que tiene diversas versiones, unas más subjetivistas que otras. El joven John von Neumann aparentemente había “demostrado” en 1932 que no podía haber tales variables ocultas.
Los físicos siguieron en lo suyo, desarrollando nuevas teorías cuánticas y descubrimientos experimentales, despreocupados de los fundamentos epistemológicos y ontológicos de lo que hacían (a excepción de David Bohm), hasta que en 1964 un pelirrojo norirlandés, John Stewart Bell, ingeniero cuántico (como le gustaba etiquetearse), logró lo que Gary Zukav describió como “el trabajo más importante en la historia de la física”… ¡Nada menos!
En ese año Bell publicó en una revista casi desconocida un artículo titulado “Sobre la paradoja EPR”, el cual permaneció desapercibido durante años. Allí Bell cuantificó matemáticamente las implicaciones teóricas de la paradoja EPR (la denominada “desigualdad de Bell”) y sentó así las bases para un eventual diseño experimental. Si el experimento violaba la desigualdad de Bell, que es lo que predecía la mecánica cuántica, Einstein estaría equivocado. Fue precisamente ese diseño el que lograron materializar John Clauser y otros científicos, en los años 70. Finalmente, fue Alain Aspect quien en 1982 -en Francia- coronó el experimento definitivo que derrota la tesis de Einstein, al darle base empírica rigurosamente controlada a las interacciones no locales (“spooky actions”).
La verdad es que el debate sobre la naturaleza de la realidad ha dado un giro, pero no se ha cerrado, como suele pasar en filosofía. Mientras tanto, las aplicaciones tecnológicas del entrelazamiento cuántico se hacen cada día más importantes. Es el caso de la computación cuántica y la invulnerable criptografía cuántica. En ese contexto entra la teleportación cuántica que ha trabajado Zeilinger con asombrosos experimentos de orilla a orilla del Danubio (1997) o entre La Palma y Tenerife (2012). Un sistema entrelazado sigue comportándose como una unidad, independiente de la distancia que luego separe a sus componentes.
Todo esto se lo debemos a John Stewart Bell. ¿Por qué Bell no ganó el Nobel? Lamentablemente murió de una hemorragia cerebral a los 62 años, poco después de darle una entrevista a Jeremy Bernstein, publicada en el libro Perfiles cuánticos (McGraw-Hill, 1991). Bell no ganó el premio, pero hoy hay un premio que lleva su nombre, para trabajos sobre fundamentos de la física cuántica.
Brindemos por el pelirrojo genial John Stewart Bell, el ingeniero cuántico de Belfast que no ganó el Nobel de Física. Que sea con cerveza irlandesa, Guinness. O si no con Carlsberg, la cerveza danesa de Niels Bohr y Morten Meldal.