Por GERMÁN AYALA OSORIO
Dos hechos noticiosos ocupan hoy la atención de los colombianos: de un lado, el anuncio del presidente Gustavo Petro de convertir en Gestores de Paz a los muchachos de la Primera Línea que están privados de la libertad; y del otro, el preacuerdo que se filtró entre la Fiscalía y el corrupto Emilio Tapia, mediante el cual el ladino personaje pagaría varios meses de prisión y devolvería una suma irrisoria, no los 70 mil millones de pesos que se perdieron en el ya conocido contrato que le costó el puesto a la entonces ministra de Iván Duque, Karen Abudinen.
Las reacciones de la derecha y el uribismo en general en torno al anuncio presidencial, y el silencio cómplice que en esas mismas huestes guardan ante el preacuerdo tramposo entre Tapia y el órgano acusador, dejan ver con claridad la enorme confusión moral y ética en la que están la sociedad colombiana y sus miembros.
Para periodistas afectos al viejo régimen, resulta inaceptable que el presidente promueva sacar de la cárcel a quienes participaron de hechos vandálicos (quema de buses, destrucción de semáforos y violencia contra policiales) para que sirvan como Gestores de Paz, mientras se resuelve su situación jurídica. Para estos voceros del establecimiento, semejante beneficio jurídico constituye un “indebido premio” a los miembros de la Primera Línea. A la molestia de los reporteros se suman los alfiles del uribismo, quienes no dudaron en establecer relaciones ideológicas, políticas e incluso de militancia de los jóvenes en lo que se conoce como el Pacto Histórico.
El asunto problemático no está en las críticas que unos y otros han expresado: el problema de fondo está en la incapacidad de los periodistas y de los políticos uribistas de valorar las circunstancias que motivaron la movilización social y el mismo estallido social. Mientras unos y otros buscan la forma de convertir la medida jurídico-política en una burla a la justicia y en una afrenta a las instituciones (en particular, la policía) e incluso, a la sociedad, su silencio frente al ilegítimo acuerdo entre la Fiscalía y Emilio Tapia confirma no solo el doble rasero con el que miden los hechos, sino la simpatía que muestran frente a las prácticas corruptas con las que los delincuentes de cuello blanco desangran las arcas del Estado.
No faltará quien en estos momentos señale que tanto el preacuerdo de Tapia como la conversión de los muchachos en Gestores de Paz hacen parte de una misma moneda, es decir, que los jóvenes procesados y el propio Emilio Tapia, responsable de la pérdida de los 70 mil millones de pesos, tienen mismo el derecho a una segunda oportunidad. No señores. El derecho a protestar no puede ponerse en la misma balanza moral de quien, como Tapia, participa de un entramado de corrupción. Recordemos que ya había sido condenado por millonarios desfalcos en el el carrusel de la contratación de Bogotá. Tapia reincide en actos de corrupción público-privada.
Sin duda alguna, las reacciones y los silencios de unos y otros confirman que hacen parte de la confusión moral y ética en la que deviene gran parte de la sociedad colombiana. Quizás cuando logremos superar esa confusión en la que nos metió el doble rasero con el que calificamos los hechos, estaremos listos para hablar de paz, habiendo superado nuestro mayor problema: la corrupción.
@germanayalaosor