Por GERMÁN AYALA OSORIO
Como régimen de poder y apuesta civilizatoria, la democracia se asume como un estadio perfecto para aquellos que creen en la libertad, en el respeto a los diferentes y en la necesidad de escucharnos desde la diversidad. Por el ejercicio del poder político y económico, la compleja condición humana impone condiciones y límites a la vida en democracia, circunstancias estas que explican el carácter quimérico con el que deviene esa forma de gobierno.
Lo acaecido en la convulsionada patria peruana es el claro ejemplo de lo difícil que resulta conciliar las ideas y los sueños entre quienes por décadas capturaron el Estado para que operara en beneficio de unos cuantos privilegiados y aquellos que creyeron ciegamente en la posibilidad de revertir la penosa historia, al elegir a Pedro Castillo. En su reciente historia, aparecen los populismos de derecha y de izquierda, expresiones claras de una división y de una lucha de clases latente y funcional.
Las democracias latinoamericanas son débiles y precarias por la fuerza de las imposiciones de un Norte opulento que se sirve de vergonzantes élites que desdicen de su origen nacional (étnico), porque siempre quisieron vivir a costa de los derechos de millones de sus connacionales, vistos como sus “enemigos internos”. Y bajo esa relación Amigo-Enemigo se explican todos los derrocamientos de presidentes que se han dado en esta parte del planeta. El de Castillo es uno más.
En la “democracia más antigua de América Latina”, es decir, Colombia, opera la misma dualidad moral, con un agravante: la sociedad colombiana de tiempo atrás exhibe una incontrastable confusión moral, resultado de una eticidad individual acomodaticia, pervertida por cuatro factores definitivos: el clasismo, el arribismo, el racismo y el individualismo. Como si se tratara de la novela 1984, de George Orwell, en Colombia operan de tiempo atrás los ministerios de la Paz, de la Verdad, de la Abundancia y del Amor.
En esta fantasmal democracia, quienes buscan la Paz, se convierten en objetivos militares de algún Señor de la Guerra o de alguno de sus esbirros; lo mismo sucede a quienes buscan la Verdad, pues todo el sistema informativo está sostenido en las mentiras que se ordenan masificar desde alguna oficina o salón de la Casa de Nariño. No es necesario hacer referencia al sentido que les damos a la Abundancia y al Amor.
Por todo lo anterior, nuestras democracias siempre serán el resultado de nuestras propias confusiones morales y, sobre todo, consecuencia de esa insuperable relación Amigo-Enemigo. Los conceptos modernos de democracia que circulan con un carácter universal no sirven para repensar nuestros propios regímenes democráticos, pues esas nociones devienen si se quiere prístinas, en contraste con las tenebrosas y sombrías ideas que de la democracia tienen los miembros de una élite que se avergüenza de su propio proceso de mestizaje. Y cuando de su ensangrentada tierra brota un líder mestizo o una lideresa negra o indígena, entonces, los miembros de esa élite dejan salir la idea del “enemigo interno”. Y este, ya no anclado a la presencia de las guerrillas, por cuanto a estos grupos armados ilegales les agradecen el haberles dado la oportunidad, como clase dominante, de definir como enemigo a todo aquel que se atreva a hablar de libertad, paz, amor, reconciliación, derechos humanos y defensa de la biodiversidad. Gracias a las tercas guerrillas, pudieron consolidar el oprobioso régimen de poder que ha operado en Colombia, el mismo que un mestizo pobre y exguerrillero quiere dejar atrás, a pesar de la resistencia de la élite tradicional.
«Colombia y Perú se parecen mucho, en ocasiones comparten escenarios políticos similares a los de Argentina, Brasil o Ecuador. En todos ellos se vive… se siente la presencia dañina y conspirativa de “enemigos internos”.
@germanayalaosor