Por GUIDO BONILLA PARDO *
Abrimos un año lleno de esperanzas por la conquista de una «era de paz», cómo planteó el candidato Gustavo Petro, actual presidente de Colombia, que, después de varios meses de intenso trabajo, hoy vemos despuntar con la declaración del cese bilateral del fuego del Estado con cinco grandes organizaciones criminales, tres con elementos que permiten, todavía, considerarlas alzadas en armas, y dos, articuladas al negocio del narcotráfico y otras economías ilegales. Pero todas con gran poder de desestabilización de la vida y la tranquilidad en las comarcas de nuestro entrañable país.
Con las «insurgentes» se negociará un pacto de paz y con las otras dos un proceso de sometimiento. Una dinámica de diálogo y negociación que permitirá sentar las bases de la «Paz Total», único escenario posible en el que se podrá, con paciencia y salivita, cómo se dice coloquialmente, llegar al fin de la guerra y fijar una ruta, relativamente segura, de fortalecimiento de la precaria democracia colombiana.
A estos dos sectores armados, para que la paz total funcione como escenario de convivencia, habrá que garantizarles sus intereses supremos. A los insurgentes, democracia y paz con justicia social y a la narcodelincuencia, la reinversión de sus capitales bajo una estrategia de ampliación y sostenibilidad económica; o sea, en el marco de un proceso socioeconómico y político que facilite el paso de la «acumulación originaria de capitales» a su “reproducción ampliada”.
Además, estoy seguro de que se viene trabajando en diferentes esferas y lugares de diálogo y negociación, habrá que garantizar los microintereses de grupo, sectores y líderes -el cómo van cada uno de ellos en los acuerdos- en el marco de la propuesta social y económica que seguramente se plasmará, como lineamientos, en el Plan Nacional de Desarrollo: «Colombia Potencia Mundial de la Vida».
En algún espacio de análisis se estarán nuevamente revisando, releyendo y reinventando todas las experiencias y pactos de paz de nuestra historia contemporánea, desde las paces de los años cincuenta en adelante, para, por un lado, encontrar claves que den contenido y reafirmen la política de paz total -reitero, poner fin a la guerra- y por otro permitan allanar salidas, heterodoxas si se quiere, a la confrontación armada.
Resalto, en esta perspectiva, dos paces. Una ejemplarmente exitosa y otra sin culminar, que quizás quedó en los atisbos de la exploración.
La primera paz, la exitosa, fue la que las guerrillas comunistas de la región del Sumapaz, dirigidas por Juan de la Cruz Valera, pactaron con el gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla. Exitosa porque en esa vasta región, bajo unas especiales condiciones militares, sociales y planes agrarios, la confrontación armada terminó, la guerra se acabó, cómo era el interés del gobierno militar, pero bajo la doble condición de, uno, la no entrega de armas por parte de Juan de la Cruz y sus tropas y, dos, el compromiso de no volverlas a utilizar contra el Estado.[1] Históricamente y con vicisitudes, esta paz fue ejemplarmente exitosa y permitió materializar una importante y democrática reforma agraria, que vio sus mejores y más duraderos resultados en la región de Viotá, que perduró hasta la guerra de los años 2010, cuando entraron los paramilitares de las AUC y los reductos de la retaguardia de las antiguas FARC salieron, en repliegue estratégico, en una situación que terminó convirtiéndose, para cientos de campesinos víctimas de los vejámenes paramilitares, en una situación de abandono, cuando no en una traición a legendaria «Viotá la Roja».
La segunda paz que, en las lógicas de negociación, no dejo de ser una exploración, fue la que el gobierno de Uribe Vélez, en medio de la difícil, compleja e inacabada desmovilización de las AUC, intentó con el ELN durante todo su doble mandato. De esta exploración sería muy bueno decantar las lecciones aprendidas que pudieran ser reinventadas en este nuevo intento de diálogo y negociación con el ELN.
Destaco esta paz incipiente porque fue intento del verdadero poder en Colombia, hablo del poder económico, político, militar y paramilitar, que representaba en ese momento el gobierno de Álvaro Uribe Vélez[2], de negociar y pactar con una fuerza insurgente y que, en consecuencia, bajos el cálculo de sus propios intereses, debió estar dispuesto a entregar “algo valioso” y, posiblemente, perdurable al ELN.
Alguna lección podremos y debemos sacar de esta intentona, de sus desarrollos, su filigrana y, finalmente, de su fracaso que podrían ser vitalmente claves para identificar elementos que permitan encontrar una salida histórica y democráticamente en una negociación y pacto viable y duradero con esta guerrilla. Pues con estos «elenos», viejos en la cúpula que negocia y nuevos en los mandos que guerrean en los territorios, las perspectivas de una paz verdadera las veo complejas e inciertas.
* Sociólogo, especialista en Derechos Humanos, Mg en Estudios Políticos
[1] Es importante recordar que, auspiciados por el gobierno de Suecia, después de intensas jornadas de negociación entre el presidente egipcio, Anwar el-Sadat, y el primer ministro israelí, Menájem Beguín, se firmaron, en septiembre de 1978, los acuerdos de paz, conocidos en el mundo como los Acuerdos Camp David, basados en una doble premisa: Israel requería seguridad plena en su frontera con Egipto -evitar un ataque militar- y a Egipto recuperar su plena soberanía territorial – izar su bandera.
[2] Preciso, tener el poder político, económico, militar y paramilitar en Colombia no es lo mismo que tener la presidencia de la República. O sea, administrar el Gobierno y parte del aparato estatal no es tener el poder.