Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Yo como él, estaba estática, enmarcada y enfocada. No podía salirme de las cuatro molduras que me encarcelaban para ser únicamente mirada por los otros, igual que él. Mi cuerpo estaba literalmente congelado. Para mí era imposible lograr que alguna de mis partes, al menos una, hiciese siquiera un leve movimiento. Mi imagen no era importante para mi conciencia de ser humano sino para aquellos que por casualidad me veían a su paso, o expresamente llegaban a observarme. Por ello permanecía estática; solo así podía ser objeto de sus miradas fisgonas.
No podía ni moverme, ni sonreír, ni hablar, ni gritar, ni bostezar, ni parpadear, ni cerrar los ojos para dormir. Estaba paralizada. Súbitamente, a mi lado, aquí en Bruselas, apareció ella, la italiana, para cautivarme con su mejor café colombiano. La metálica cafetera tampoco podía salirse de su marco, pero lo que sí consiguió fue que el líquido marrón, aromoso, muy calentito y abrazador brotara del marco de contención que, justo en ese momento, se convirtió en un torrente desenfrenado. Inmediatamente yo, como él, me armé con una enorme taza.
¡Increíble! Pude abandonar mi marco, llenar mi recipiente con el más suave café del mundo y quedar encuadrada dentro de la felicidad que le trae al cuerpecito un caluroso café en estas horas de frío polar. La libertad entonces se apoderó de mí y ahora nadie nunca más me podrá enmarcar; este es el gran prodigio de la jornada para divulgar.