Por HERNÁN DARÍO CORREA *
A finales del año 2015, en la presentación de un libro de memorias de nuestra generación -la de quienes nacimos a mediados del siglo pasado-, me sorprendió Samuel, a quien conocí desde los tempranos años 70, cuando nos debatíamos en las calles y las propias casas en busca de nuevos paradigmas de vida y de lucha social y política, con un comentario que condensó lo que de mi parte estaba queriendo decir al respecto: “Nuestra generación se caracterizó por querer comprender y transformar el mundo, además de conocerlo”. Ahora, unos años después, visitando su obra escrita, y a partir de aquel aserto afortunado, me asalta una reflexión sobre la singular revelación que nos depara su poesía, cuya potencia envuelve el conjunto de una obra personalísima que en todas sus manifestaciones revela una coherencia y una consistencia inusitadas en un medio como el nuestro, cada vez más lleno de divagaciones y simplificaciones sobre el devenir de la vida personal y colectiva en un país que no acaba de encontrarse a sí mismo.[1]
Se trata de una paradoja que quizás envuelve la tarea de todos los poetas: develarnos, a partir de la revelación de su ser más íntimo; y lo hacen a través de una palabra que, en el caso de Samuel, por la naturaleza de su obra se tensiona entre la intuición y la reflexión; y también porque, precisamente por eso, ahondan en la comprensión de sí mismos, de su gente, de su historia y del mundo. Y es paradójica, además porque al mismo tiempo esa palabra aprueba y reinventa el mundo; lo reafirma pero lo recompone y lo reordena, es decir, lo transforma a partir de sentirlo, mirarlo y comprenderlo;[2] y nos lo representa para dejarnos ante el espejo de nuestra propia experiencia, abarcando el universo de lo que se ha definido como la poética: “La poesía como aprobación del mundo, en la recreación de sus imágenes desde la intuición como conciencia inmediata, y del pensamiento como revelación (Bergson); la póiesis como producción del mundo desde la imitación que desentraña su ritmo y su armonía (Aristóteles); y el poema como transformación de la vida (Rimbaud). Y, adicionalmente, como en nuestro caso, la poesía también como escucha: “En épocas afortunadas, el lenguaje no es sólo usado, sino que es escuchado por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación surgen los poemas más memorables de nuestra historia.”[3]
Precisamente lo que encontramos en los siete libros de poesía publicados por Samuel desde 1973 hasta el año en curso, y que permean los temas y el tono de sus novelas y cuentos, e incluso están presentes en muchos de sus ensayos de crítica literaria, y sobre lo urbano. Se trata de una obra como pocas en nuestra generación, por la amplitud de sus temas y las formas de abordarlos, asumiendo al unísono la aventura de la vida, la lectura, la introspección y la conversación con la naturaleza y con otros poetas, en unas aguas encontradas cuya persistencia ha venido horadando durante cincuenta años la oscura piedra del azaroso y violento cruce de los siglos que nos tocó en suerte.
En 1973, cuando tenía escasos 23 años, Samuel, a quien sus alumnos de la Universidad de los Andes de todos estos años recuerdan por su energía y agudeza expresada en su cátedra, en sus primeras militancias políticas de izquierda, en el teatro y en la música, al lado de sus deportivas y despreocupadas excentricidades (cuentan que con alguna frecuencia llegaba al salón de clase con el balón en la mano, aún sudoroso y en pantaloneta), revela su esencia en uno de sus primeros poemas: “Hombres y buscadores, se nos llama, / pero detrás del girar peligroso de la sangre, / detrás del miedo y su sabor a resaca / somos solo muchachos / o poco más…” (“Los elementos del día”, poema del libro Ásperos golpes). Algo que escribió cuando empezaba a preguntarse por su ser en el ser de la poesía. Y lo hizo, por supuesto, escribiéndola, asumiéndola:
“Por arterias oscuras / suben apretados los golpes de la sombra, / las dentelladas de vientos extranjeros / que crispan y despedazan nuestros gestos / tan ciudad carcomida, / tan desbarajuste estruendoso de vigas mal apuntadas, / recordador el polvo menudo que se levanta / desde qué pasos, / esquirlas de cristal que devoraron el paisaje, / y claro, / es entonces cuando comienza el poema. // El resonar sin fondo de las piedras huecas del río / nos devuelve nuestra voz cargada de presagios. / Rincones húmedos y secretos / extravían nuestros pasos muertos / y la frecuencia de ademanes / que conservan las formas de cuerpos de mujeres perdidas / y nunca rescatadas. / Ahora más que nunca tenemos urgencia de palabras. // Mientras sobre el horizonte se construye la noche / lenta y pesada como una catedral, / quisiéramos intuir destellos limpios / de mundos jóvenes / donde no nos veamos obligados a recurrir a los sonidos / ni al tejido difícil de sílabas intrincadas. // Pero, inconmovibles, caballos roñosos que nos soplan su aliento corrosivo, / sus días gastados / sus gestos conocidos moldeados en plomo, sus objetos / en los que hemos perdido el poder de controlar. // Sabemos irreparablemente / que está roto el sueño que dispara la flecha, / y mientras esperamos, / a nuestros ojos acuosos no les queda más remedio, / por lo pronto, / que tratar de mirar con la mirada del poema.” (“Hermandad de acosados”, del libro Ásperos golpes).
Un joven ya cansado -otra paradoja-, agobiado por “los días gastados de caballos roñosos”, que en el mismo libro se preguntaba por el “amago indeciso de mañanas”, y empezaba a encontrarlas en lo profundo de la noche:
“¿Quién ha encontrado / en las astillas de incomprensibles palabras / el brillo de respuestas / con consistencia de navajas? / ¿Quién ha entrevisto / impregnadas de silencio aplastante / plumas de metal, / relámpago en su espalda afiebrada, amago indeciso de mañanas? / Ahora se escucha / el resonar de incansables galopares nocturnos, / de duros cascos que desgarran / el delicado tejido de la oscuridad. / Con lentos ríos quebrados / y filos de viento / queremos reconstruir hondamente / aquel lenguaje olvidado / hundido en la tinta oscura sin edad.” (Del poema “Noche transparente”).
Cuando se visita el conjunto de su obra poética, compilada en el libro Altavoz rescatado del Titanic, resulta asombroso descubrir que las imágenes, las preguntas, los componentes melódicos fundamentales y los tonos de su obra, estaban ya en sus primeros poemas: La sangre, que sube por las venas en forma de “golpes de la sombra”; el viento, y sus “dentelladas que crispan y despedazan nuestros gestos”; la ciudad, “carcomida”; la casa, “de vigas mal apuntadas”; los propios pasos que levantan un “polvo menudo, recordador”, y “esquirlas de cristal que devoran el paisaje”. “Y claro, es entonces cuando comienza el poema (que) “resuena por las piedras del río (y) nos devuelve nuestra voz cargada de presagios, (desde aquella) tinta oscura sin edad.”
Y por supuesto, también estaba el inevitable surgimiento de la conciencia del distanciamiento, de su extrañamiento profundo y revelador respecto de la algarabía del mundo presente y de los recuerdos como tales; en una epifanía paradójica donde aparece el plural, el sentimiento de que se trata de un anhelo colectivo: “Ahora más que nunca, tenemos urgencia de palabras…”
En tal sentido, en otro poema del mismo libro nos revela que todos estábamos, sin saberlo aún, aunque cansados de “los parajes saturados de ausencias” que habíamos heredado, conscientes de que el tiempo, de algún modo todavía a nuestro favor, iba subiendo nuevos peldaños a pesar de nuestra incertidumbre:
“Tal vez retroceder como una fiera acosada / hacia la mímesis más oblicua y escondida, / renunciar a nuestra eterna vocación por aferrarnos al sueño, / encogernos, / acorazarnos, / levantar una muralla de sordera contra el viento, / que no nos vengan a hablar nunca más / de motores estridentes que desencajan la noche, / de fiebres oscuras crecidas de espasmos / metálicos e iracundos, / de oscos desencuentros que muerden nuestras estrechas / miradas de prisioneros. // Insistir quizás en este lento desmoronamiento del deseo, / sepultados en ruinas de murmullos, / desprendidos definitivamente / de nuestra escama de acosados, / mientras todos nosotros / disfrazados del momento inmediato / ignoramos esas turbias bestias sudorosas detrás de nuestros párpados, / esas desgarradas visiones que se retuercen / en el desorbitado abismo del recuerdo. // Cavar tal vez en el espacio embrujado / un paraje saturado de ausencias / mientras detrás de esa paz mentirosa / sabemos cómo el tiempo, imperceptiblemente, / sube un peldaño más, sin escucharlo, / sin hacer caso de sus alaridos de hierro, / sin importarnos sus dentelladas feroces, / todo esto, digo, si podemos…” (“Sordera contra el viento”).
En el amanecer de su poesía es relevante la precisa claridad sobre la enorme tarea que sus primeros poemas le estaban abriendo, al estar ligados a unos espacios muy determinados y a unos tiempos distintos pero conjugados, mediante el transcurrir de la luz de la luna, del viento y del agua, en una combinación de quietud y movimiento que estarán presentes en toda su obra.
En sus espacios irán saliendo a flote, y se irá conformando una verdadera geografía donde desfilan a veces en un mismo lugar, como en un sueño, la noche, la ciudad, el cuerpo de los amantes, los ríos, la selva y sus emanaciones; y se destilan los ecos de la violencia omnipresente en la primera década de su vida, y del aturdimiento urbano, que se ciernen sobre “el conjuro difícil de nuestras palabras”:
“Si ha sonado la hora de reconstruirse, / de edificarse otra vez / a partir de estos quebrados quejidos acuchillados, / debemos recordar que en la noche campea / el rugido aterrante y desgarrado de la ciudad / bajo su piel atigrada, / que el puerto tibio que nos espera / como manto materno no es distinto de los aullidos / compulsivos del cuerpo, / que no estamos reducidos al graznido de pájaros agoreros / y al conjuro difícil de nuestras palabras / fermentadas y violentas.” (del poema “Las trampas de cazador”).
En esa palpitante geografía poética, empiezan a revelarse las huellas primigenias de quien nos habla, regocijado o atormentado por la incertidumbre de su tránsito hacia el mundo, desde donde retornan los seres primordiales de su identidad:
“Entonces / me pregunto / si soy un poeta de este tiempo. / Mis palabras / talladas en la niebla / miran hacia lugares distantes, / hacia sitios escondidos, a veces hacia atrás. / No soy más / que un charco de distorsiones / color de corazón, / de preguntas parpadeantes / a un mar que no conozco. / (…) Mis palabras / resuenan sin sentido / porque aquellos / que deben escucharlas / siempre permanecieron ocultos, / diseminados en diversos / cajones del tiempo, / quizás han muerto ya. / Hablo a fantasmas.” (Del poema “Hablo a fantasmas”).
Fantasmas que unos años después ya habrá reconocido:
“I. Pienso que es mejor que sequen el río / para que no se oiga tanto. // Es que su rumor no viene solo / sino que arrastra enormes troncos semisumergidos / cadáveres silenciosos de criaturas extrañas, / el recuerdo oscuro de mi padre / que también batalla entre las espumas del olvido / y muchos más despojos de las tierras altas de la infancia / que yo veo pasar lentamente / sin comprender del todo. // (…) III. La cantinela del río contra las piedras me engaña / porque me habla de otra tierra / donde no tengo que arrastrar con mi orfandad. / Los árboles, el agua, los otros niños, / todos son mi padre y mi madre. / Todos me llaman por mi nombre / en ese país verde y mojado.” (Del poema “El murmullo del río”, en el libro Selva que regresa).
¡Quince años después de la pregunta que se había hecho en 1973!:
“Y los otros, ¿volverán? / Regresarán de esa oscuridad de madera / donde parece que están todos escondidos? ¿Surgirán de pronto / de cualquier rincón del aire / como si nunca hubieran faltado? / (…) / ¿Vendrán algún día? / ¿Volverán? / Es que no me quiero quedar aquí / sin ni siquiera una señal, sin un resquicio hacia el sueño, / como el árbol iracundo en mitad de la noche, / gesticulando sin sentido, / perdido en ese aire exasperante, / solo”. (Del poema, “Y los otros, ¿volverán?”).
En esa selva que regresa y va repoblando la ciudad de sus sueños, ya está el país entero, “verde y mojado”, cuyos ecos también son los de otra poesía con la cual conversa, que sin duda palpita en la suya:
“Te hablo de las vastas noches alumbradas / por una estrella de menta que enciende toda sangre: / te hablo de la sangre que canta como una gota solitaria / que cae eternamente en la sombra, encendida: / te hablo de un bosque extasiado que existe / sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa / violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas. // Te hablo también: entre maderas, entre resinas, / entre millares de hojas inquietas, de una sola hoja: / pequeña mancha verde, de lozanía, de gracia, / hoja sola en que vibran los vientos que corrieron / por los bellos países donde el verde es de todos los colores, / los vientos que cantaron por los países de Colombia.” (De “Morada al sur”, Aurelio Arturo).
Pero estos son apenas ecos. Con una coherencia y una lealtad a la esencia de sus búsquedas y de sus experiencias primigenias, a lo largo de siete libros publicados entre 1973 y 2014, cuyos títulos condensan el sentido de sus hallazgos,[4] Samuel Jaramillo en esa búsqueda interior incluyó lecturas donde decantó verdaderas afinidades electivas, y fue hilvanando una verdadera poética que construye una geografía personal, única, que nos revela, caracterizada ante todo por intensas dinámicas de transformación: Rincones húmedos, que “extravían nuestros pasos muertos”; ademanes que conservan las formas de cuerpos de mujeres perdidas; la noche lenta y pesada como una catedral; la quiebra “del sueño que dispara la flecha”; la espera, inevitable; y el advenimiento de la soledad, ya en la ciudad, otro espacio central en su palabra, cuya fragilidad empieza a desentrañar en diálogo con la urbe primigenia de nuestro continente, Teotihuacán:
“I. Pavoroso es el rumor vacío de esta ciudad / callada para siempre. / Ella nos mira desde los años con sus órbitas deshabitadas. / Enmudece con su lengua hecha piedra. / Sus murallas, / incapaces ya de defenderla contra el tiempo, / le dan la espalda a nuestra reverencia. // (…) Su tenue eco apenas resuena en la sangre / que tercamente sigue recorriendo nuestras venas.” (Del poema “Derrotada”, en el libro Mi ciudad bajo el ala del relámpago).
Porque es en la ciudad donde definitivamente se instala aquella geografía, pues en sus calles reaparece la selva (“Hay que abrirle un lugar a la noche / y a su respiración vegetal” –del libro En la sartén hervían las estrellas-), y donde empiezan los encuentros, los diálogos esenciales del amor, de la búsqueda de la mujer (“Rojo relámpago el deseo / asolando una llanura roja. / Arde tu piel bajo mi boca. / Roja la embriaguez que desciende lentamente / como un sol destructor / sobre la tierra oscura. / Roja la cosecha de la sangre, / rojos los labios para una sed / que no da tregua. No beber sino es en tu boca”; en todo caso afincados en la infancia, y con la inclemencia del hallazgo de la vocación de poeta como la singularidad de su camino:
“I. Como la mía / tu infancia está habitada por una selva sudorosa. / Es la herencia común que nos hermana. / Pero yo estoy tocado por una inocencia distinta a la tuya / y eso nos separa / como el espejo a la imagen de su doble. // II. De esta selva de mi niñez / solo me quedan los más huidizos recuerdos: / es decir, conservo la selva verdadera.” (Del poema “Selva que regresa II”).
Porque más allá del recuerdo, y en medio de la noche, desaparece el tiempo y está aquella tinta oscura de la experiencia primordial, desde donde y con la cual se hace la poesía y se reinventa el mundo:
“Convite nocturno. // Hemos / extendido los manteles y servido / las viandas sobre esta tierra desnuda, / rumorosa bajo nuestros pasos. // Los invitados, / que son muchos, alzan sus copas y callan / bajo los árboles nocturnos. // El cielo / que se levanta sobre nuestras cabezas / es de mil años, de un millón de años. // Lo que bebemos / es un líquido oscuro y muy denso / porque en esta ceremonia la luz no ha sido convidada. // ¿No ha nacido aún la luz? ¿Es el comienzo del tiempo? / ¿El final de algo? // Peor aún, carne de nuestra desolación, / ¿la luz no ha sido nunca, pese a nuestras heridas? // Alzamos nuestra copa / y con ella apuramos estas preguntas. / De lo que se trata justamente es de hacer habitable / esta tierra negra, virgen por fin, / huérfana y recién nacida. / Por primera vez / inocente. // Cuidadosamente / extendemos los manteles y aprestamos / las viandas. // Nuestro convite / de un millón de años comienza, comienza ya.” (De libro Doble noche, Doble noche).
Diez años antes ya había vislumbrado el camino:
“Tarde en la selva y luego la noche. I. Descubro: no recuerdo. // II. Atardecer en esta ribera del San Juan. / Los sapos desatarán su algarabía vocinglera. / Más tarde un aluvión de chicharras / hará su aporte de chillidos desacompasados. / La luz se despide. / Permanece el calor, mi hermano, / que se me pega a la piel. / Tierra mía, perfumada y sudorosa, / va perdiendo sus colores violentos. // III. No recuerdo. // IV. El río San Juan atraviesa ceremonioso / el territorio de la memoria. / Lejana niñez. / Cálido vaho que se levanta / desde la tierra jadeante. // V. No recuerdo. // VI. Recordar es apenas mi oficio de ahora, / abrigo gris colgado en mi percha / con su sombrero. // VII. No recuerdo el pasado. // VIII. Esta tarde a orillas del San Juan / tan lejana: / se esfuerza por ayudarme a detener / el flujo atroz del río. // IX. La noche morena se anuncia ya. / La noche y su promesa ensordecedora.” (Del libro Selva que regresa).
Y esa promesa permite por fin despejar la comprensión como destino:
“El camino / de espumas decantadas / por siempre perseguido, / ahora lo sabemos, / pasa por nuestro corazón. / Entonces nos explicamos / lo irremediablemente vano / de nuestras intenciones degolladas / a mitad de palabra, / de nuestras dolorosas / y compulsivas fragmentaciones / que nunca alcanzaron a rozar / la piel de zinc de la piedra, / que no arañaron jamás / la nuez oscura / con que quisimos / derrotar el horror. / Sonidos electrónicos sublevados / restallantes / nunca pudieron penetrar en el hueso / ni las contracciones de la carne / fueron capaces de forzar / esta parálisis luminosa del tiempo.” (Del poema “Parálisis del tiempo”).
Y le abre paso a la configuración de los otros espacios vitales de su geografía: la casa, que respira; y el lecho, donde se abisma el deseo y se detiene el tiempo, dando piso al recomienzo, en el cual “quisiéramos intuir destellos limpios / de mundos jóvenes / donde no nos veamos obligados a recurrir a los sonidos / ni al tejido difícil de sílabas intrincadas.”
La casa de la infancia, también frágil y derrotada, respira, y ella misma camina junto a aquel cuyos pasos “a la vez más firmes y más precarios”, levantan “nubaredas de algo emparentado con el sueño”.
“No hay nadie en los cuartos. // Los aposentos han sido abandonados / a una dura luz otoñal y despiadada / que ha hecho de ellos su madriguera salvaje. // La luz gruñe y recorre a sus anchas / la vaciedad de esta casa. De esta casa indefensa, derrotada. // Ahora crece una hierba despaciosa. // (…) La casa entera rumia su olvido / paseándose desolada / por estos corredores solitarios. // Quisiera pasar mi mano / por el lomo de esta casa / que tiembla atemorizada ante mis pasos. // (…) Atravieso el quebranto de esta casa, / carne del recuerdo. Con mis pisadas, algo que duerme / exhausto, protesta por no abandonar / su territorio de polvo.” (Del poema “Casa que respira”).
En ese otro espacio conformado como un lecho en el poema con que cierra su primer libro y anuncia el último, del año 2014, dedicado al deseo y a los parajes de los cuerpos que se aman, se afirma el ser de los amantes como un destino anticipado:
“Son los amantes los que susurran, los que untan sus cuerpos, ¡ay! todavía jóvenes, con las oleadas silenciosas y platinadas que se disuelven temblorosas contra sus formas. // Pasemos la hoja sin preguntas adicionales. / (…) / que brizne como una hoja de atardecer la mujer de mirada transparente, que sienta el hierro ronco penetrando su cuerpo, sus ojos de agua siguiendo el curso intrincado de las vigas ennegrecidas del techo, ajustándose a horarios exactos con las luces tristes prendidas, sus jadeos callados, dolorosos, de amor. // Di adiós de una vez por todas en la última palabra degollada del tren. Este día va trepidando uno, dos, cada vez un paso más alejado de nuestra piel, cada vez más distante de esta almohada febril donde nos hemos instalado a arrancar a cada cosa el vestido cómodo con que la hemos dibujado, a hablar entre nosotros dos, a inventarnos el mundo.” (Del poema, en prosa, “Inventarnos el mundo”).
Así, entre sustancias vitales del eterno presente de la poesía, fue puliendo su música, a veces sentenciosa y contundente, en diálogo con la de algunos de los congéneres de su tiempo. Como la de Nicanor Parra, cuyo tono resuena en la definición que Samuel nos propone de los poetas:
“Porque os digo que los poetas de este tiempo / somos los portadores de todas las buenas noticias / y de las malas noticias. // Quedáis advertidos” –del poema “Palabras del emboscado”, en el libro Habitantes de la ciudad y de la noche);
o la de X-504, cuya “Mama negra” es evocada certeramente en el retrato que Samuel hace de Juan Ocoró:
“I. Ocoró era un hombre negro / y muy grande. / Vivía en una casa de agua. // II. Desde la casa de Juan Ocoró, / encaramada en un promontorio / a orillas del río San Juan / se veía la lluvia / siempre descendiendo sobre el gran río. // (…) V. La mujer de Ocoró estaba hecha / de leche y coco / y tenía senos muy grandes / como las manos de Ocoró” (Del poema “El hombre de la casa de agua”, en el libro Selva que regresa).
A veces hondo y apegado a las palpitaciones de la naturaleza, como Aurelio Arturo o Álvaro Mutis; o con una lucidez que celebra el poema en la sima del encuentro de los amantes, cuando conversa con Cote Lamus; o dialogando de forma explícita con otros poetas como Juan Manuel Roca, a quien dedica el poema “Habitantes de la noche” para desentrañar el sino de la ciudad en sus habitantes:
“Ladrones refugiados en sus acechos / desdibujados por la tinta profunda de la oscuridad, prostitutas de carne blanca / resplandecientes bajo el haz de la penumbra / que las baña. / Opacos poetas que persiguen turbulentos sueños / construidos con los colores de la noche / reciben pacientemente su sueldo / de desprecio y de odio, / mientras el caballo de la locura / agota su crin desbocada / por las calles ahora solitarias, / su piel narrando sus resplandores / de qué incendios y fiebres. // Pero mañana ellos me darán los buenos días / mirándome con ese aire de lástima / como se da un pedazo de pan a un viejo mendigo enfermo / (…) y se alejarán / habitados por una generosidad luminosa.”
Y de sus parajes, donde resuena de algún modo un lejano eco de Jorge Zalamea:
“No es un paisaje carcomido por explosiones, / no es un paraje lunar mordido por el roce repetido / de vientos milenarios, / no es una llaga de la tierra que se desmorona / en rocas descompuestas y fragmentadas: // Es la miseria del hombre que campea como una fiera / desenjaulada, / un odio verde que crece en cada resquicio / como una mala hierba saludable. // ¡La obra del hombre! / ¡La obra del hombre! // Nunca desconfiéis de nuestra insondable capacidad / de convivir con cualquier cosa / dentro de nosotros mismos.” (“Una cierta mirada a mi ciudad”).
O con León de Greiff, cuando cita a Erik Fjordson para deslindar su espacio: “Juzgo que hay caso de fantasía en mi rapsodia: / pero ni yo soy Tácito, ni aquestos son mis males” (Epígrafe del poema “Entrevista”, en el libro Habitantes de la noche), no sin abrazar el universo de los seres del vate de la boina y de la pipa, que nos dejan ser aún ante el abismo de la muerte, precisamente porque han sido hechos con la carne y la sangre del poema:
“Hoy que sé de tu muerte / me preparo / porque sé que esta noche / va a ser una de farra como pocas: / desvencijaremos los bares / de tu aburrido Bolombolo / y saldremos a armar algarabía, / contigo, / y con todos esos compinches tuyos tan ruidosos / que ya han ido adquiriendo un denso cuerpo de aire / a pura fuerza de tu verbo poderoso.”
O, aún, con Alejandra Pizarnik, de quien se despide, también deslindándose de la culpa y del destino que aquella asumió:
“i. Una muchacha murió de algún amor emponzoñado, / y como los poetas somos hermanos, / desde su niebla verde / ella me envía una canción disonante. // ii. Yo, sin embargo, no moriré para decir que lean mis poemas. / Ellos no dirán lo que tienen que decir / porque yo muera de una muerte interesante. / Así que quisiera decirle adiós a mi amiga. // iii. Pero debo recordar que los poetas somos hermanos / y su desdicha, que es una desdicha verdadera, / estruja también mi corazón. // iv. Decido entonces atravesar esta última noche con ella.” (“Niebla Verde”, en Anuncian que el poeta ha llegado).
Y así, decantándose desde sus propios insomnios, mirando y escuchando su mundo y en medio de la conversación con sus hermanos y compinches, reafirma aquí y allá su voluntad poética contra viento y marea, asumiendo la escritura como estilete que desescombra:
“Cuchillo. // Vacío que se interpone entre los bordes de mi herida, / cuchillo que siempre rescata la respuesta, / la pregunta, / aire delgado que invade la distancia de los cuerpos, / la poesía pone en aprietos la vida” (del libro El poema es nuestro viaje).
Y lo hace, precisamente porque su poética es también una travesía, a través de la palabra…
“I. Bajo la frágil piel de las palabras / cruje el armazón del poema. // Remero en el rumbo del desvarío / entre raudales aéreos / y cabellos mojados, / viaja el poema. // Pájaro fugaz fulminado por el resplandor / el poema ilumina el espacio. // II. Él hiere nuestra pupila. Raspa nuestro corazón. // III. Vehículo paradójico que padecemos, / con él atravesamos las paredes / y llegamos más allá de las montañas. // IV. Él fuerza también / la cerradura de nuestros párpados / y nos invade con nuestra propia mirada. // El poema es nuestro viaje.”
Un viaje esencial, ligado como un destino a sus espacios vitales y a la geografía de su país y de su tiempo, cuyo periplo lo lleva a ir cerrando el foco sobre los territorios íntimos:
“Tu piel, mapa inagotable, / frontera entre tu cuerpo / y su reconstrucción / por mis dedos memoriosos” –del poema “Por el amor”, en el libro Palabras en un espejo empañado).
“También emprendíamos otros viajes. Disponíamos de una diminuta linterna de deseo que nos guiaba por las geografías del tacto. Nos atraía el tramado oculto detrás de las cosas y con los ojos cerrados volábamos sobre sus senderos intrincados. Nuestra música, el rumor intermitente de la sangre, recorriéndonos.” (Del poema “Segunda señal”, del libro Geografías de la alucinación).
En esos espacios el poema florece plena y definitivamente:
“La poesía es la única vigilia posible. / Estrecho espacio en el que se enfrentan / sin armas el corazón y la cabeza.”
Y, como el mito, la poesía reactualiza un presente perpetuo en el cual sus paisajes funden su ser con el del poeta, con sus propios ecos:
“La cantinela del río contra las piedras me engaña / porque me habla de una tierra / donde no tengo que arrastrar mi orfandad. / Los árboles, el agua, los otros niños, / todos son mi padre y mi madre”.
Y entonces ahora es la hora del reencuentro profundo con sus ancestros en los paisajes de su presente, donde conversa delicadamente, entre líneas, con los fantasmas intimistas de José Asunción Silva y de César Vallejo:
“Hagamos / de cuenta que todo está sumergido / en esta lenta marea de verdes / de distintos tonos. Matices / terrestres que se van degradando / y se entretejen delicadamente. // Podríamos / decir que se trata de la Sabana / de Bogotá, con su sol frío / envuelto en vendas traslúcidas / y su horizonte de vacas indolentes / (…) // Algo empapa / mi corazón envuelto en vendas / blancas, tibio sol que apenas / caldea mi pecho. Mi frente tiene / un horizonte interminable / y allí siempre se está al borde / de ponerse a llorar. // Pensemos / que se trata de la Sabana de Bogotá, / y que con el hombre que sufre su despojo, / con el poeta que yerra en el desamparo, / también fue expulsada esta parte / del paraíso. (Del poema “A punto de llorar”, en Sabana herida).
“Desde el bosque de niebla el cielo / desciende sobre la Sabana. / Su soplo frío congela el alma. / En el entresueño parpadea una ciudad / y desaparece. / ¿Qué hago yo en estos senderos solitarios? // El viento sopla lastrado con la ausencia de Dios. / Transporta esa culpa. / Me esfuerzo en decirme a mí mismo / que la ciudad que entreveo / es algo más que la repetición de mi deseo. / Si en esta planicie no encuentro a mi padre, / más allá del golpeteo extraviado de su bastón / debe haber alguien.” (De “Bosque de niebla”).
En efecto, pletórico de los elementos -no de su desastre sino de su triunfo sobre el tiempo-, la lluvia, el calor, la vegetación y ahora la niebla y el frío hacen de él mismo como poeta, selva, río, niebla y noche reinventados: “son estas las lianas que amarran mis pasos”, y le permiten decir:
“Que nadie nos pida cuentas si es la noche nuestro territorio. Los golpes de ciego son nuestros únicos hermanos” (Del poema “Deriva”, en el libro Geografías de la alucinación).
Ceguera clarividente, su paradoja más profunda, se asocia con la palpitación plena del mundo en un “ver, siempre ver”, en el cual
“Nuestra vocación es siempre el acosamiento, / nuestra obligación, ver siempre claro, / desnudar la luz aunque nos destrocemos las manos / e hiramos a quienes están más cerca de nuestro corazón. // Ver, siempre ver” (“Palabras del emboscado”),
De tal forma que construye una mirada cuya persistencia horada la roca de la propia vida:
“Y no somos la dura roca / que resiste el asedio repetido del océano. / No somos la estrella silenciosa / que desafía las olas incesantes del tiempo. / Somos de carne y hueso.” (“Nuestra herencia”).
Desde y con ella, se hace la escritura como espacio paradójico de la plenitud, que nos revela en el vacío urbano donde leemos y sólo somos, como en un sueño borgiano, en la densa geografía de su poesía:
“No hay espacio para el vagabundo en el apretado itinerario de transeúntes endurecidos bajo la tiranía de sus pasos. Cada quien rumia su historia y solo vagamente cree recordar la insolencia de su tabaco mascado. Pensándolo bien, no hay ningún rostro. No hay ninguna barba tormentosa, ni harapos pestilentes, ni alaridos en los pasillos de la noche. A lo sumo alguna imagen a la deriva de un poeta que no logra conciliar su viaje verdadero. Una página vislumbrada de reojo poblada de ascensores. // No existe. No es un hombre. Alguien lo escribe.” (“Espejo doble”).
* Hernán Darío Correa es sociólogo, investigador, escritor y editor. Premio Nacional de Antropología 1995.
Algunos libros de Samuel Jaramillo González Poesía: Ásperos golpes (Universidad de los Andes, 1973) Habitantes de la ciudad y de la noche (Colección de Nueva Poesía Colombiana Caja de Pandora, Universidad Pedagógica Nacional, 1980) Geografías de la alucinación (Universidad de Antioquia, 1981) Selva que regresa (Universidad de Antioquia, 1988) Doble noche (Editorial Magisterio, 1998) Casa que respira (Editorial Estoraques, 2002) La poesía pone en aprietos la vida (2014) Antologías: Bajo el ala del relámpago (Ulrika, 1994)El poema es nuestro viaje (Caza de libros, 2010) Altavoz rescatado del Titanic. Poesía reunida 1973-2014. (Uniediciones-Casa de poesía Silva, Colección Zenócrate,2017) Novela: Diario de la luz y las tinieblas. Francisco José de Caldas (Norma, 2000; reeditada en 2010 por Ediciones Uniandes).Dime si en la cordillera sopla el viento (Alfaguara, 2015) Cuento: El planeta de los susurros. (Taller de edición Rocca, 2021) Crítica literaria: Pisadas en la hojarasca. Ensayos sobre literatura colombiana en el cambio de siglo. (Uniediciones-Casa de Poesía Silva, 2021). Ensayo: La configuración del espacio regional en Colombia (Coautor, 1987)Vivir en Bogotá. (Coautor, Foro Nacional por Colombia, 1990)Hacia una Teoría de la Renta del Suelo Urbano. (Ediciones Uniandes, 2008)Heterogeneidad estructural en la ciudad latinoamericana: Más allá del dualismo. Samuel Jaramillo. (Ediciones Uniandes. 2021)Plusvalías urbanas. (Coautor, Universidad Externado de Colombia, 2011)El centro tradicional de Bogotá. Valor de uso popular y patrimonio arquitectónico de la ciudad. (Coautor, 2012)Economía política, ciudad e historia. (Coautor. Academia Colombiana de Ciencias Económicas, 2015) Marx Hoy (Coautor, Academia colombiana de ciencias económicas, 2022) (“Hacia una renovación de la teoría marxista del valor”) |
[1] Se trata de un autor que, además de su poesía, a través de la cátedra y de múltiples ensayos como economista también ha abordado el análisis de las ciudades latinoamericanas, y especialmente de Bogotá, con un enfoque marxista sobre asuntos como la renta urbana y la economía popular; y con dos novelas, se ha proyectado hacia la historia con un relato biográfico de la vida de Francisco José de Caldas, y uno personal sobre la migración hacia la ciudad de su familia campesina a mediados del siglo pasado. También ha incursionado en el cuento, con una serie de ciencia ficción; y recientemente publicó una compilación de sus ensayos sobre la obra de otros poetas y escritores. Ver al final una referencia del conjunto de su obra.
[2] “Karl Kraus decía: ‘Cuanto más cerca contemplamos una palabra, más lejos ésta mira’. Esta lejanía recuerda aquella que Walter Benjamin confiere al aura, al explicar que ésta se produce cuando nos creemos o sentimos mirados por un objeto o un paisaje, de tal modo que esta mirada nos obliga a nuestra vez a alzar los ojos y mirar. Cuando alguien, ser humano o animado, nos obliga a alzar la mirada, ‘se da la aparición de una realidad lejana’: es ésta una de las fuentes de la poesía. Lo que Benjamin dice genialmente del aura, la poesía y la visión, puede también trasladarse a la etimología, porque las palabras poseen un aura, enlazada con su significado primigenio. También ellas miran lejos si uno se les aproxima, como dice Kraus. Y esa mirada nos transforma”. Ivonne Bordelois, La palabra amenazada, Bogotá, Ediciones Desde abajo, 2007. Pp. 41-42.
[3] Ivonne Bordelois, op cit. p. 15.
[4] Verlos citados al final de este ensayo.