Por RAFAEL NARBONA – Tomado de su cuenta de X
Los escritores suelen anhelar premios que reconozcan sus méritos, pero hay recompensas mucho más valiosas. En una ocasión me escribió el padre de un joven con depresión, preguntándome cómo había logrado yo dejar atrás la angustia y la desesperanza. Intenté responderle con humildad y sencillez. Mi objetivo era transmitirle esperanza y acompañarle desde la distancia. Me dio las gracias y no volvió a escribirme. Varios meses después, le escribí yo, extrañado por su silencio. El padre me contestó enseguida y me contó que su hijo se había suicidado. En sus palabras había mucho dolor, pero también entereza y dignidad. Me sentí torpe e impotente. No me costó mucho trabajo comprender su desconsuelo, pues mi hermano mayor se suicidó cuando yo era un adolescente.
El padre notó mi sensación de impotencia e intentó aliviarla, comentándome que mis palabras le habían ayudado y, con enorme generosidad, añadió que le seguía ayudando. Cada vez que leía alguna de mis frases sobre la compasión y la esperanza, sentía que se aligeraba la pesada carga del duelo. No creo que haya un premio más valioso para un escritor que leer algo así, rebosante de nobleza y desprendimiento. Una medalla o una estatuilla solo son objetos. El dinero sirve para hacer cosas, pero carece del valor moral. La gratitud de un padre que ha perdido a su hijo es la recompensa más hermosa y humana que se puede soñar. Por cosas como esa, sigo escribiendo.