El cruel asesinato de Michel Dayana González, de 15 años, expone una realidad insoslayable: las mujeres y las menores no están seguras en una sociedad machista, violenta, misógina y racista. Y de nuevo aparecen los impulsos homicidas de quienes, ante un descuido de las autoridades, estaría dispuestos a linchar a Harold Echeverry hasta causarle la muerte. Los sentimientos de venganza contra los feminicidas se dan en buena medida porque el aparato judicial del país sigue fundado en valoraciones masculinas de los hechos punibles.
Detrás de los exaltados, sentimentales y violentos rechazos a los crímenes que a diario se producen en Colombia contra mujeres y niñas, se advierte una suerte de sorpresa en sectores de la opinión que juzgan como inaceptables y oprobiosos dichos crímenes.
Por supuesto que estas prácticas criminales son repudiables. Pero detrás de las violentas reacciones sociales frente a violaciones de menores y feminicidios acaecidos recientemente en Colombia, se insinúa cierto nivel de asombro, cuando en la historia misma de la humanidad hay suficientes ejemplos de la capacidad del ser humano para violentar a sus semejantes. Eso sí, por ser histórica su naturalización resulta no solo inaceptable, sino que debe ser proscrita a través de eficaces procesos de civilización que en Colombia parece que devienen fallidos, a juzgar por los recientes casos de feminicidios, el execrable crimen de Michel Dayana y el ya casi olvidado caso de Yuliana Samboní, niña, indígena y pobre, asesinada vilmente por un hombre “blanco”, con poder económico.
No quiero decir que la ocurrencia de estos casos de violencia física y simbólica nos lleve a la inacción y al mutismo generalizado de la sociedad. No. Por el contrario, sobre el rechazo y la sanción sociales de estos crímenes y vejaciones a niñas y mujeres debemos insistir en la consolidación de procesos civilizatorios, con la esperanza de que algún día cesen los crímenes contra mujeres y menores de edad.
Lo que no se puede perder de vista es que detrás de los victimarios está una condición humana que deviene perversa, retorcida y proclive a someter y maltratar a mujeres y niñas.
Esas formas extremadamente violentas con las que son violadas niñas y asesinadas mujeres terminan por soslayar la discusión sobre formas sutiles y casi que invisibles de violencia contra estas: el discurso publicitario, por ejemplo, las cosifica y las convierte en un atractivo objeto de consumo y potencial conquista (adquisición). En esa línea, la violencia contra las mujeres deviene sistémica y relacional con las condiciones en las que operan disímiles formas y manifestaciones del poder económico, social y político.
Los recientes feminicidios y los abusos y crímenes de menores como Michel Dayana González y más atrás en el tiempo, el de Yuliana Samboní, están instalados en lo que se conoce como Violencia Cultural (Galtung), auspiciada y legitimada por el discurso publicitario, arraigado en una sociedad machista, masculinizada y masculinizante, como la colombiana, que asegura la pérdida del valor ancestral de lo femenino.
Habría que examinar muy bien las conexiones que pueden existir entre los deseos reprimidos de los victimarios, la valoración cultural que la sociedad hace de la mujer, de su cuerpo y de lo femenino, y la abundancia de mensajes publicitarios donde se la ofrece como un objeto sexual que puede ser tomado, hurtado o poseído. Y por supuesto, la valoración o subvaloración de las niñas pobres o de clase media, que los victimarios y en general la sociedad hace de esa condición socioeconómica. Porque no podemos olvidar que la sociedad colombiana es clasista y racista.
Ojalá que ante los próximos casos de feminicidios y violencia sexual contra menores de edad que se produzcan en el país, la capacidad de asombro no se circunscriba al rechazo de los hechos punibles y a la demonización de los actores, sino que se extienda de tal manera, que los estupefactos ciudadanos y agentes estatales sean capaces de reconocer las circunstancias contextuales (relacionales y sistémicas) que muy seguramente coadyuvan a que los victimarios actúen con cierta complacencia cultural ante el evidente desprecio de lo femenino, de la Mujer, y de las niñas, en especial cuando sobre estas recaen condiciones de marginalidad como el caso de Yuliana Samboní.
Lo que nos debe asombrar no es el crimen y las técnicas usadas por los victimarios, pues la posibilidad de su ocurrencia está sujeta a la misma perversidad de la condición humana, en especial al lugar que cada victimario le da a la mujer, a lo femenino y al cuerpo. Lo que debemos comprender y rechazar con inusitada fuerza son los mecanismos y dispositivos culturales que la sociedad aprueba, usa, aplica, consume y legitima a diario (Violencia Cultural), para someter a las mujeres y a las niñas. Cuando hagamos conciencia de esto, quizás el asombro individual se torne colectivo y logremos exigir que se modifiquen y erradiquen las condiciones contextuales (Violencia Estructural, Galtung)) en las que suelen sobrevivir mujeres y niñas pobres y de clase media, violadas y asesinadas no solo por su género, sino porque sus vidas son consideradas despreciables e indignas, y, por lo tanto, insignificantes para las lógicas de los potenciales victimarios.
@germanayalaosor