«No hay amor más grande que el de quien da la vida por los amigos».
Numa Turcatti
«Ateos hasta que se cae el avión», es la expresión popular para cuestionar a quienes no creemos en Dios. Aunque no existe ninguna posibilidad de que yo vuelva a creer en divinidades, posiblemente rezaría juntando mis manos temblorosas en caso de hallarme dentro de un avión en caída libre, o en una situación similar a la que padecieron los sobrevivientes del vuelo 571 de nacionalidad uruguaya, luego de que su aeronave cayera en la cordillera de los Andes.
Este suceso, que conmocionó al mundo en 1972, sigue siendo una historia impactante. Tanto así que, 51 años después, el pasado 4 de enero, se estrenó el más reciente largometraje: La sociedad de la nieve, en Netflix. La película se basa en el libro homónimo de Pablo Vierci, donde se relata todo lo relacionado con el accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya.
Dirigida por Juan Antonio Bayona (algunos lo recordarán por Lo imposible, basada en el tsunami del océano Índico en 2004 y protagonizada por Naomi Watts) esta película fue elegida merecidamente para representar a España en los premios Óscar 2023. Cuenta la historia desde la perspectiva de Numa, uno de los pasajeros del avión, quien viajó junto a sus amigos para apoyar al equipo de rugby Old Christians Club de Montevideo; al comienzo de la cinta logramos ver, brevemente, cómo eran estos muchachos antes de aquel 13 de octubre de 1972.
Me fue difícil como espectadora no colocar las manos para proteger mi rostro en las escenas del choque y caída de la aeronave. La secuencia del accidente está tan bien lograda, que llega a doler en todo el cuerpo. A eso le siguió el reconocimiento de cada personaje tratando de sacudirse del aturdimiento para ayudar a los demás en semejante trance… y finalmente la implacable blancura: kilómetros y kilómetros de nieve y montaña, a una altura – que ellos desconocían en ese momento – de más de 3.570 m sobre el nivel del mar.
Numa, el narrador, nos cuenta lo que siguió al choque: la búsqueda de comida, cobijas, la atención a los heridos y finalmente la discusión trascendental para su supervivencia; comerse o no la carne de los cadáveres. En la película se nos muestra una conversación no carente de polémica, con puntos de vista desde lo ético, filosófico y la licitud legal y espiritual. No sólo se trataba comerse a otro ser humano, sino de destruir el cuerpo de quien fuese un amigo, una hermana o la esposa de algún sobreviviente.
La fe durante la película es un elemento constante y eje fundamental para los personajes, quienes en más de una escena discuten sobre sus creencias, cuestionan a Dios por todo lo que les ocurrió y hay quien plantea la deconstrucción de la deidad. En este contexto, uno de los heridos menciona que su Dios ya no puede ser el mismo que el de Numa (el narrador), más bien cree en el que está en el que le cuida las heridas, aquel que le provee la comida o el compañero que puede caminar: ése es su dios, el compañero solidario a quien le confía la vida.
Mejor dicho, la fe religiosa o la esperanza no se basan exclusivamente en el reconocimiento de la existencia de Dios, sino en la necesidad humana de sobrevivir. Es en razón de esta fe que realizan varias de las expediciones; la misma que los sostiene para seguir consumiendo aquella carne, pese a todo lo que significa.
De la voz de Numa escuchamos el punto de quiebre, cuando los sobrevivientes deben decidir en un acto de fe suprema si salen a buscar ayuda, sabiendo que pueden morir en el intento. Más allá de que ya conocemos el final de la historia, la película logra reconstruir la determinación no sólo de quienes caminaron 38 kilómetros hasta hallar por fin el tan anhelado rescate, sino de quienes se quedaron, confiando ciegamente en los que cruzaban las montañas.
La película está tan bien lograda que pone sobre la mesa variados puntos de reflexión, entre ellos las creencias, la amistad, la supervivencia. Sigo convencida de que en de hallarme en una situación similar, sin duda acudiría a mi espiritualidad, no asentada en algún dios sino en la esperanza de quienes me acompañan y, también, de quienes esperarían mi regreso.
No hay fe más grande que eso.