¡Basta ya!, fueron sus palabras tras dar un fuerte portazo. El marco blanco de la puerta crujió, como si se fuera a desprender. No llamó al ascensor, sino que bajó las ocho plantas corriendo por la escalera de baldosas blancas. Al atravesar el portal del edificio, sobre la acera, justo en frente de la que hasta hacía un minuto había sido su casa, gritó con todas sus fuerzas: ¡odio lo que me he obligado a ser!
Tardó más de dos décadas en reaccionar. Desde niña era la impoluta de la clase, la que ayudaba a sus compañeros cuando caían y se golpeaban, la que sacaba las mejores notas, la que estaba matriculada en actividades extraescolares que le exigían disciplina y concentración, como las clases de ballet, solfeo, piano, alemán y fotografía en los días curriculares, y las de equitación, natación y pintura los fines de semana.
Ya en la universidad como estudiante de arquitectura consagró sábados y domingos enteros a confeccionar las más exigentes maquetas y a elaborar en el ordenador complejos proyectos para ciudades del futuro. Se graduó con honores y, por supuesto, se matriculó en el doctorado que le iba a tomar al menos cinco años más de disciplina férrea: hizo malabarismos para cumplir con las horas académicas y de investigación, y las ocho de trabajo diario en un estudio de arquitectos donde rápidamente la ascendieron y le dieron responsabilidades sobre un complejo equipo de trabajo.
Sin embargo, ella en su familia no era la de mostrar. No era el modelo para unos padres orgullosos que sienten que han criado hijos con las más sobresalientes notas escolares y son a la vez el prototipo de una vida ejemplar. Por encima estaban sus dos hermanos menores, quienes se esforzaban mucho más para conseguir un futuro sin aprietos económicos, con un empleo destacado dentro de su círculo social. Ella era la desclasada de esa casta de triunfadores, motivo por el cual sus padres con frecuencia le reñían: porque, afirmaban, tenía una inclinación alarmante hacia la vagancia.
Su aspecto físico era una de las pocas cosas por las que sus padres se sentían orgullosos. Decían sin el menor recato que sería la que mejor se casaría de sus hijos, gracias a su bello rostro y a su estilizada figura. Y en tal dirección, la encaminaron a relacionarse con las familias más pudientes de la ciudad.
Y en efecto, consiguió al mejor pretendiente: un apuesto informático que gracias a su prodigioso cerebro y a su entrega en el trabajo, antes de cumplir los 30 años ya ganaba más que sus dos padres juntos, aunque sin descartar que no podía ser de otra manera, pues estos tenían prestigiosos y bien remunerados cargos.
Aunque para sus padres era imperfecta, a los ojos de sus futuros suegros habría de ser la esposa ideal para su hijo. Era, pensaban ellos, una mujer que ni soñada: hermosa, inteligente, recatada, con carrera universitaria y doctorado. Sabría estar siempre como debe hacerlo la esposa de un profesional exitoso, sumado a que se creía el ser más feliz del mundo, no podía esperar más de quien sería el padre de sus hijos. Todos, tanto en su familia de sangre como en la política, se mostraban por completo satisfechos con el inminente enlace conyugal.
Esa tarde, tras almorzar con sus padres y sus dos hermanos, mientras se dirigía a la habitación vio de improviso su impecable rostro blanco en el espejo del pasillo. Se apreció especialmente delicada, dulce y preciosa. Fue en ese momento, al constatar tal grado de perfección interior y exterior que sintió unas ansias irrefrenables de vomitar. Su garganta se cerró con tanta fuerza, que le impedía respirar. Y advirtió con desesperación que se ahogaba. Fue ahí cuando una energía poderosa la impulsó a salir corriendo de esa casa, pues, de no haber abandonado esas cuatro paredes en ese preciso instante, en cosa de minutos habría sido un hija, una hermana, una arquitecta y una novia muertas.
Gritó con todas sus fuerzas al pisar la acera, corrió velozmente para alejarse lo más rápido posible de ese edificio que, aunque no tenía rejas, se había convertido en la celda de una prisión que le impedía saltar la valla para dejar atrás tantas cadenas. Ahora sí, con celeridad, se dirigió hacia un mundo sin reglas ni exigencias, defectuoso, quebradizo, vulgar, cutre, bajo, carente de un futuro salvaguardado, riesgoso.
Cuanto más rápido corría, mejor respiraba. Ya no sentía que su garganta se había sellado. Ya no era la bella, la destacada profesional, la joven prometida en nupcias. Ahora era una yegua veloz que galopaba desbocada. En su loca carrera de pronto se detuvo, pero no para mirar atrás; no. Se dejó caer sobre un inmenso charco de fango que se extendía bajo sus pies, y se revolcó allí hasta quedar exhausta. Cuando por fin dejó de untarse de barro por todas partes, se recreó viéndose por completo embadurnada de lodo.
Fue en ese instante cuando comprendió que debía empezar de cero. Levantó su cabeza envuelta en barro, abrió sus ojos, miró hacia el futuro y se sorprendió gratamente al sentirse vida por primera vez, una mujer muy viva.
Por OLGA GAYÓN/Bruselas