Yo, la sexta señorita de Aviñón

Anhelo estar ahí, dentro de ese marco de mujeres construidas con planos angulares sin fondo alguno, rompiendo con la perspectiva descubierta en el Renacimiento y con el ideal de la belleza dentro del arte. Mi cerebro también quiere ser fragmentado por los pinceles del genial pintor Pablo Picasso, hasta ser descompuesto, como lo logró él con las formas en la propuesta innovadora que parió al cubismo y revolcó sin compasión el arte mundial, hasta llevarlo a olvidarse de la figura y abrirle camino a la abstracción.

Me apetece ser desdoblada para que el espectador no comprenda mis formas ni mi extraña manera del ver el mundo, en compañía de Las señoritas de Aviñón. Incluso me encantaría despertar parte de la repulsión que esas figuras despertaron entre algunos artistas amigos de Picasso, quienes al verlas se sintieron indignados y ofendidos. ¡Cuánto daría por despertar el enfado de ese selecto grupo, gran promesa artística de comienzos del siglo XXI! Que no solo de las cinco, sino de mí como la sexta en discordia, gritaran como el todavía joven Matisse: «esto es un ultraje y un intento de poner en ridículo al movimiento moderno».

Quiero ser igual de irreal que estas señoritas. Que tanto mi anatomía como mi pensamiento, al encontrarse al desnudo, rompan con la idea que se pueda tener de la mujer en este siglo XXI. Han pasado 117 años desde el día en que Las señoritas de Aviñón fueron presentadas ante los ojos críticos de la vanguardia artística de entonces, y pese a eso el cuerpo de la mujer continúa siendo objeto de búsqueda de la perfección, según los cánones de ahora, impuestos por las implacables directrices del imperio de la imagen.

Criticada, rechazada, incomprendida, minusvalorada, calumniada, segregada… Desde 1907 hasta 1916, Picasso mantuvo guardada la obra en su estudio de Montmartre en París, casi que en cuarentena eterna, porque para muchos «entendidos significaba la peste de la plástica mundial. Nueve años después de ser parida, tras al menos unos 700 bosquejos hechos durante más de un año, la pintura fue expuesta por primera vez en la Galerie d’Antin de París y comprada por un insensato y pobre coleccionista de arte, en 1920. NI Picasso ni el propio dueño supieron durante al menos veinte años que Las señoritas de Aviñón se convertiría en el revolcón histórico de la pintura universal y en una de las obras más valoradas del siglo XX y de la historia del arte. Sería en 1940, en plena conflagración mundial y con Francia invadida por los nazis, que la compraría el MOMA de Nueva York a un precio irrisorio. Hoy constituye una de las obras más valiosas de este prestigioso museo.

Para retratar a esas cinco prostitutas de la Carrer d’Avinyó del barrio Gótico de Barcelona, el pintor, entre sus 25 y 26 años, estudió las formas del arte en diversas pinturas de prestigio mundial y echó mano hasta del arte egipcio, de las primitivas esculturas ibéricas, de los frescos medievales, de las Bañistas de Cézanne, de la visión del Apocalipsis de El Greco, del arte africano representado en las máscaras expuestas en 1906 en el Museo Trocadero de París.

Y yo aquí en mi escritorio, con el ordenador a toda máquina enfrente de mí, aspiro a que el genio que trastocó a través de la consternación la plástica surgida en la ciudad de la vanguardia universal de entonces, París (años después imitada por los abanderados del arte mundial), consiga fusionar en mí las diversas culturas que han influido en este lado del mundo en los últimos cinco mil años.

Quiero ser la sexta señorita de Aviñón. Les solicito a mis antecesoras que habitan dentro del marco, que me hagan un espacio, que me acojan, y si es posible me arrullen hasta hacerme inmortal, como ellas lo son mediante la ruptura de las normas que nos encorsetan, estriñen y ahogan a la hora de crear.

OLGA GAYÓN/Bruselas

Desconozco a la señorita que ha posado para esta inspiradora imagen

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