Era una mañana de este invierno que ya está pereciendo, aquí en Bruselas, la ciudad que me ha acogido, adoptado y protegido. Estaba concentrada escribiendo en el ordenador del estudio que da a la calle en un piso sexto, cuando de repente sentí que alguien me observaba desde la ventana. Quedé paralizada. No me atreví a mirar ni de reojo: ¡a no ser que fuera un monstruo gigante, nadie puede a unos 20 metros de altura husmear en mi vida… y a través de mi propia ventana! Fueron segundos en los que el temor que era víctima pudo haberse convertido en un ataque de pánico. Instantes después, para tranquilizarme, me dije que no pasaba nada, todo seguro, no sería sino el producto de la imaginación que revolotea sin descanso en este cerebro malicioso que, como dice Tarantino, solo quiere joderme.
Tras esos interminables segundos de incertidumbre y miedo, me llené de coraje y volteé a mirar hacia la ventana. Y, enfrente, efectivamente, para acabar de completar… ¡no había un solo hombre sino dos! Ahora bien, pese a encontrarse los dos cara a cara contra el cristal, no me observaban. Fue cuando pude constatar que, aunque yo no era el objeto de su vigilancia o acecho, mi corazón seguía latiendo como si el apocalipsis estaba a punto entrar por la ventana. ¿Quiénes eran esos dos hombres? ¿Por qué estaban justo frente a mí en la planta sexta? ¿Cómo habían llegado hasta allí y qué estaban haciendo?
Una carcajada estalló por dentro y fuera de mí, tan fuerte que hizo que los dos hombres ahora sí me miraran y sonrieran. Yo los saludé con una emotiva sonrisa, al tiempo que movía mi mano derecha a la altura de mi cara, en señal de que acababa de firmar la paz, aunque ellos nunca se hubieran enterado de que estuvo a punto de iniciarse una guerra.
Semejante risotada brotó espontánea, cuando recordé que en la cartelera de la portería días atrás un anuncio informaba que por estos días habría una revisión de seguridad en la fachada del edificio. Los hombres, entonces, cumplían con su labor colgados de sus arneses. En ese momento, mi desconfianza se convirtió en admiración y respeto. Siempre he sentido que quienes se suspenden en los exteriores de un edificio para limpiar o pintar paredes o vidrios, como era este el caso, llevan en su alma una enorme dosis de valor, de la que yo por supuesto carezco.
Y entonces fui yo la que ejercí como voyerista, pero a la inversa. Comencé a observarlos con cierto descaro desde el interior de la ventana, mientras ellos continuaban concentrados en lo suyo.
Y mi vena de periodista brotó en el acto. Eché mano del móvil y les tomé algunas fotos. No abrí la ventana para agradecerles, porque temí desconcentrarlos y ponerlos en riesgo. Ellos, cuando terminé de hacer clic, me miraron y con su sonrisa, estoy segura, dieron la aprobación que yo buscaba en sus ojos.
Luego del susto, esa mañana, con ellos colgados ahí en frente, el asunto se transformó en un momento bello e inolvidable. ¡Muchas gracias, queridos trabajadores de las alturas!
OLGA GAYÓN/Bruselas