Ese día la besé como si fuese la última vez, aunque nunca antes la había besado. Yo había comprado las flores más rojas para demostrarle la fogosa pasión que me abrasaba hasta derretir mi corazón y me encendía el alma. Era tal el ardor, que conseguí hacerla resplandecer con la luz de la hoguera que avivó en mí.
Desde que la olí a distancia, cuando estaba todavía lejos de mi esquina habitual, sabía que era la mujer que llevaba tanto tiempo esperando. Por ella, y solo por ella, no permití que mi cuerpo se desdibujara.
La besé y quería seguir besándola eternamente, toda la vida, sin pedir tiempo y sin necesitar de una pausa para tomar aliento. Ella me hizo piel, corazón, delirio y erotismo, y logró que mi vida se convirtiera en una lujuria desaforada, incandescente.
Ahora bien, cuando quise despertar en ella todo el torrente de sensualidad desmedida que ya había en mí, pude constatar que esa mujer a la que besaba era real, mientras que yo no era nada más que un pintado en la pared.
Yo, el iluso que vivió el apasionamiento de una tarde de verano, iluso porque era lo único que podía brotar de mi cuerpo sin curvas y sin protuberancias: ilusonadas de un pobre iluso, exactamente, que nunca supo lo que era ser un hombre.
Pero puedo decir que, sin existir, fui carne y lascivia gracias a que conté con la licencia de quien ni siquiera tiene un cuerpo para autocomplacerse.
Olga Gayón/Bruselas