¿Qué va a ser de ti?

No hay cosa más evocadora que esa mirada de asombro de los niños que hace que sus ojos se agranden cuando han visto o escuchado algo que desconocían. Hay que ver cómo, mágicamente, sus ojos se apoderan de su rostro, mientras sus pupilas se transforman en una enorme noria que en cualquier momento podría desbocarse.

Quizá más sugerente es cuando su mirada queda suspendida, contemplando un horizonte donde el interés no está en lo que el ojo ve, sino en aquello que le permite observar en silencio y preguntarse, sin que su boca se haya abierto, ¿qué hay allá en la lejanía?

Esta niña que ahora me transporta generosamente a mis días de infancia, me encauza también a ese, mi universo, en el que interrogaba al mundo con el fin de que me orientara, me proporcionara alguna luz, sobre lo que sería mi futuro, cuando ya tuviera pechos y fuese la mujer que se comería el mundo. Nada tenía límites en ese entonces, dentro del pequeño cosmos de una mente agitada que veía todo como si el futuro fuese una planeta de gigantes donde la niña, la protagonista, sería quien conduciría a los demás para que ese globo rodara sin interrupciones.

Hoy, varias décadas después y sin haber perdido el asombro y mucho menos la curiosidad por lo desconocido que se encuentra a tan solo un chasquido de dedos, observo con detenimiento, y quizás al igual que la niña de esta fotografía, a través de una enorme ventana, ese mundo crispado y conmocionado que hemos creado y que ella ahora hereda. Por suerte, esta chiquilla todavía goza de unos años en los que el universo cabe en su pequeña y titánica mano.

Desde su ventana me apropio del espacio, dirijo mi mirada hacia el infinito y recuerdo que mi mundo infantil estuvo surcado por la lucha de los jóvenes que en todo el mundo gritaban ‘no a la guerra’, y proponían como ejes de la vida compartida el amor y la paz. Ellos también fueron los primeros en alertarnos sobre cómo el hombre se estaba cargando el planeta y por qué los pueblos ancestrales a los que el desarrollo había olvidado, eran los únicos que convivían en armonía con la naturaleza.

Fotografía de Juan Antonio Sanz

Esa niña que era yo, pasó velozmente a la siguiente década y llegó a convertirse en un grano de arena de una infinita playa universal de jóvenes. Algunos continuamos soñando y juntamos nuestras fuerzas para no dejar morir la esperanza y conquistar algunos cambios. Pero llegó una década endemoniada y tras ella otras nuevas, que arrasaron con los anhelos y las luchas que se daban en diversos lugares del planeta. La demencia que nos envolvió a todos estaba liderada por personajes que, en lugar de encaminar sus esfuerzos hacia un mundo mejor impulsado por la colectividad, lo arrojaron vertiginosamente hacia el individualismo. Ellos aplastaron cualquier esperanza, mientras que todos nos dejamos arrastrar por la aparente comodidad de un mundo del que podríamos gozar, tirados por el ímpetu personal, de un confort que nos haría libres.

Y hoy, con un montón de años vividos, me encuentro ante un universo plagado de dolor, destrozado por las guerras, el hambre, la deforestación, el tráfico de seres humanos para usos espeluznantes, en el que los grandes triunfadores son aquellos que comercian con la angustia de millones. Pero, aún y así, y sin dejar de preguntarle al mundo, ¿qué va ser de ti?, tengo fe en que los millones de niñas y niños que como ella -la niña de esta imagen- hoy miran a través de los cristales hacia ese mundo incomprensible, pero que les maravilla e ilusiona, van a continuar en la búsqueda de un planeta justo con todos los seres que lo habitan.

Todavía, y por ello celebramos, nos queda la esperanza. ¡Esa que nos estimula a dejar de lado la resignación!

OLGA GAYÓN/Bruselas

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