Algunas veces quisieron insultarme llamándome perra. Entonces yo sentía -y lo sigo sintiendo- que llamarme así era y es un halago. He visto a mis perras amamantar a sus crías y protegerlas incluso con ferocidad; después, pasada la amenaza, las he visto desplegar una ternura inenarrable. Ellas, además de mi madre y muchas otras madres, me enseñaron desde niña que hay que ser bien perra para que la vida no se extinga.
Quienes pretendían agraviar, jamás se enteraron ni se han enterado ahora tampoco, de que aquello que pretende ser un insulto debe ofender, degradar o ultrajar.
Que te llamen perra a cualquier edad y en cualquier escenario, es una preciosa exaltación a la bondad, a la inteligencia y, por supuesto, a la enorme capacidad que tienes tú y solo tú de preservar la especie.
Solo es cuestión de conocer las identidades. Quienes las desconocen y las desconocieron, pobres, porque no han podido salir de la caverna: allí, en ese entonces, todavía no había perras.
OLGA GAYÓN/Bruselas