Por HUBERT ARIZA*
El Gobierno del cambio, que se eligió con más de 11 millones de votos, ha vivido en una crisis permanente, que se ahonda con cada detalle que se conoce del creciente escándalo de corrupción de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, UNGRD, y las descomunales cifras que maneja esa entidad, que bajo la administración de Sneyder Pinilla y Olmedo López se pusieron al servicio de una agenda de transacciones políticas non santas con la clase política para eventualmente ganar votos en el Congreso y pasar las iniciativas gubernamentales. Ante esa realidad no es exagerado que muchos perciban el cambio como un desastre ahogado en un mar de corrupción.
En el entramado de deshonestidad en la UNGRD, según se desprende de las declaraciones de Sneyder y Olmedo, están involucrados cuatro ministros, dos altos funcionarios y nueve congresistas. Y se especula que hasta el ELN recibió contratos con dineros públicos como garantía para continuar sentados en la mesa de negociaciones. Todo un cartel delincuencial que atrae la atención mediática, sacude el país político e indigna al país nacional, y en especial a quienes creían, ilusionados, que el cambio no se escribía con ‘c’ de corrupción ni de contratos contaminados.
Se trata de una dura prueba para el Pacto Histórico, cuya posibilidad de permanencia en el poder, después del 2026, ha quedado mucho más debilitada; la justicia, con la Fiscalía a la cabeza que tendrá que demostrar imparcialidad y eficiencia; y el Gobierno, que deberá recomponer el camino y reconstruirse para terminar con dignidad su período; y un desafío para la democracia que deberá salir fortalecida de este episodio que ha traído a colación otros escándalos de gran calado, como el proceso 8.000, cuyos estertores, 30 años después, siguen siendo una pesadilla para los protagonistas de esa época.
La corrupción es el cáncer de la democracia y el Congreso de la República una de las entidades con imagen más negativa del país por su rechazo a las agendas reformistas, la ineficiencia y las prácticas clientelistas. Erradicar ese flagelo fue el caballo de batalla sobre el cual cabalgó durante décadas el hoy presidente en su ascendente carrera política.
El país recuerda que durante su vida parlamentaria Petro atacó con contundencia a quienes se aliaron con lo peor de la clase política, como los hermanos Moreno Rojas y el carrusel de la contratación, para acceder al poder; y a los paramilitares y sus aliados de los clanes políticos regionales y nacionales con los que a sangre y fuego dominaron amplias extensiones del territorio, causaron decenas de miles de víctimas, dominaron las administraciones y saquearon el erario. Esa lucha, muchas veces en solitario y con enorme valentía, le permitió a Petro construir una imagen de radical en defensa de lo público, la transparencia, la vida y la democracia.
Como alcalde de Bogotá salió airoso de los episodios de falta de transparencia de algunos de sus servidores y se escudó en la persecución desatada en su contra por el entonces procurador Alejandro Ordoñez, quien, escapulario en mano, lo destituyó de manera arbitraria y lo elevó al grado de mártir de la izquierda.
Ahora, como primer mandatario la corrupción de su círculo cercano se ha convertido en su calvario diario, y en alimento poderoso de los medios de comunicación y las redes sociales, que explotan cada titular y ganan likes mientras el Gobierno decae en las encuestas. También en munición electoral para una derecha extraviada y sin argumentos, que sigue sin encontrar una ruta que le permita conectarse de nuevo con el electorado y sin un líder ganador en el tarjetón del 2026.
Fiel a su manera de enfrentar las cosas, Petro pidió perdón a los colombianos en su discurso ante el Congreso, el pasado 20 de julio, por lo acontecido con la UNGRD. “Quiero pedirles perdón a ustedes como representantes del pueblo y a la ciudadanía por lo que ha acontecido en la UNGRD. Olmedo López viene de la izquierda y ha estado vinculado a ella desde hace décadas”, dijo.
Ningún presidente, hasta entonces, había asumido su responsabilidad frente a una crisis de esa magnitud. “Yo fui el que lo puse allí y en eso hay una responsabilidad política y tengo que asumirla”, agregó Petro.
Ante la gravedad de los hechos, las declaraciones de los directivos de la UNGRD y la contundencia de las pruebas aportadas, el discurso anticorrupción del Gobierno Petro, por ahora, ha perdido esencia y contundencia. La izquierda ha extraviado la promesa de valor de la próxima contienda electoral, que tampoco ha ganado la derecha con un pasado de 200 años de mandatos con las manos manchadas por el saqueo del erario y la violencia fratricida.
La creciente impopularidad del jefe de Estado y la agudización de la crisis han obligado al Gobierno a refinar la estrategia y poner en marcha nuevas acciones tácticas, sin que se vea una pronta mejoría de la situación ante las nuevas revelaciones de los acusados por la Fiscalía en el caso UNGRD. Por un lado, Petro se blinda con un nuevo gabinete ministerial, que incluye a la primera línea de sus activistas radicales, como el ministro de Educación, Daniel Rojas, y, por otro, compensa morigerando sus ambiciones reeleccionistas, aunque insiste en su utopía del poder constituyente.
Para ello nombró un ministro del Interior como Juan Fernando Cristo, de origen liberal, con el mandato de apaciguar a la opinión pública, tender puentes con todos los sectores para intentar consensos que hagan posible la convivencia política, calmar a la bancada del Pacto Histórico, y promover un acuerdo nacional en el que nadie cree para convocar una Asamblea Nacional Constituyente por los cauces constitucionales. Al mismo tiempo, desde la presidencia aceleran en busca de la unidad de los partidos de izquierda para afrontar las elecciones de 2026, en las que desde ya se percibe un sabor a derrota.
La búsqueda de ese acuerdo nacional deberá comenzar con el propio Pacto Histórico, para que sus congresistas dejen de crucificar al ministro Cristo, como hizo la senadora Isabel Zuleta el pasado miércoles en el Capitolio Nacional. Y, asimismo, tendrá que poner como primer punto la lucha contra la corrupción, que es un tema transversal a la agenda de reformas planteadas por el Gobierno, porque la reforma política es necesaria, precisamente, para superar los vicios que envilecen el ejercicio de lo público, como la financiación de las campañas electorales, que es la madre de las desgracias que corroen la democracia.
Es parapetada en la ocurrencia de hechos de corrupción, además, que la tecnocracia bogotana ha podido construir en los últimos cien años una muralla impenetrable que impide la verdadera descentralización y autonomía territorial. Hacer cumplir la Constitución de 1991, en este campo, es un imperativo histórico para modernizar el país y derrotar los males que aquejan a las regiones como el hipercentralismo y el hiperpresidencialismo. Así como erradicar la corrupción del sistema judicial, otra de las grandes reformas aplazadas, para que nunca más se repita la historia del Cartel de la Toga.
Es previsible que la lucha contra la corrupción sea el termómetro del éxito de la fiscal entrante, y el eje de la campaña presidencial del 2026, que está en plena marcha. El presidente Petro tiene dos años para demostrar que fue capaz de sacudirse de la etiqueta que hoy tiene a sus espaldas.
Depurar su administración imponiendo un duro protocolo de transparencia tiene que ser un hecho fehaciente y no solo una promesa vacía del mandatario. En este caso es imposible pensar en la unidad de cuerpo. Gran responsabilidad tiene el Gobierno para impedir que el cambio se ahogue en el desastre generado por funcionarios corruptos. Hay que volver a leer el discurso inspiracional y los objetivos enunciados en la posesión de Petro para entender qué ha cumplido y dónde queda su bandera de lucha contra la ilegalidad y la corrupción.
* Tomado de El País América