Por HUBERT ARIZA *
El proceso de paz con el ELN vive en permanente crisis y hoy está en estado cataléptico. Su suspensión, ordenada por el presidente Gustavo Petro después de los reiterados ataques de esa organización armada ilegal a la confianza en el proceso de paz, que se traduce en una larga lista de acciones contra la fuerza pública y la sociedad civil, violando las normas del derecho internacional humanitario, demuestra que esa guerrilla no tiene cura y que insiste en seguir el libreto de las últimas décadas: utilizar la negociación como un instrumento de propaganda y empoderamiento político y militar para copar territorios, fortalecerse, consolidar sus economías ilegales y avanzar en su estrategia de toma del poder regional.
La decisión presidencial de poner freno a la intolerancia de esa guerrilla no sorprende a nadie. La gota que rebasó la copa fue el ataque con cilindros bomba a la guarnición militar de Puerto Jordán, en el departamento de Arauca, en límites con Venezuela, que les costó la vida a tres militares y dejó heridos a otros 25, muchos de gravedad.
Aunque el comandante de esa guerrilla, Antonio García, respondió a la decisión presidencial alegando que quien rompe el proceso es el primer mandatario con sus declaraciones, y propuso negociar en medio del conflicto, porque, según él, “aún en medio de las operaciones militares pueden continuarse los procesos de paz”, el clima de desconfianza es tan enorme que difícilmente se puede retomar el camino de las negociaciones si no hay demostraciones contundentes de voluntad de paz de esa guerrilla.
La verdad es que el escepticismo es el sello de cualquier iniciativa alrededor del ELN. Son pocas las personas que en Colombia confían en la voluntad real de paz de esa organización ilegal, que ha sido enfática en señalar que no negocia para entregar las armas, y que no abandonará, mientras esté negociando, las prácticas del secuestro y la extorsión, y ha exigido financiación estatal para sus actividades criminales como un chantaje para no delinquir contra la población civil. El comisionado de paz, Otty Patiño, había advertido de tiempo atrás que el proceso estaba en estado crítico.
El congelamiento de ese proceso es, sin duda, un duro revés para la política de paz total del presidente Petro, pero también es una demostración de sensatez y autoridad del jefe de Estado, a quien la oposición ha acusado de manera permanente de gobernar para favorecer los intereses de la ilegalidad armada.
El camino de la paz con el ELN siempre ha estado lleno de obstáculos. Seis presidentes han fracasado en el intento de negociar con los herederos de Camilo Torres, el cura guerrillero caído en su primer combate. Todas las exploraciones y negociaciones han terminado abruptamente ante el ímpetu militarista de una organización que sabotea cualquier iniciativa, sin importar si el Gobierno es de izquierda, centro o derecha. Ante los ojos del mundo el ELN es una organización terrorista, anclada a economías ilegales, como el narcotráfico y la minería criminal, liderada por un geriátrico atado al pasado que no ha entendido los cambios de la política, ni de la sociedad, que no ha ganado el apoyo popular, y mucho menos alcanzado etapas superiores de la guerra, lo que los condena al fracaso.
Al inicio del Gobierno Petro, de manera ingenua, muchos creyeron que en una administración de izquierda sería posible avanzar y detener para siempre la máquina de guerra del ELN, que con sus ocho frentes de guerra es uno de los factores más perturbadores de la seguridad y la convivencia nacional. El propio presidente generó falsas expectativas con su famosa frase de campaña: “a tres meses de ser presidente se acaba el ELN”. Por eso tiene tanto significado la lápida que le puso a las negociaciones con esa organización, tras el ataque en Arauca: “prácticamente es una acción que cierra el proceso de paz”. Petro, sin embargo, trinó el pasado jueves en respuesta al comandante del ELN, suavizando su postura, diciendo que “si el ELN no quiere romper el proceso de paz, dígalo. No se silencien, que la paz es para gritarla y la violencia para enterrarla”. Habrá que esperar cuántos trinos más vendrán sobre esta ruptura.
La decisión de suspender esas negociaciones se da justo cuando la campaña presidencial de 2026 toma más fuerza y las encuestas demuestran que la principal preocupación de los colombianos es el manejo de la seguridad, seguida por la corrupción y la economía. Así lo señaló la revista Cambio, al revelar un estudio elaborado por el Centro Nacional de Consultoría.
Seguir negociando sin poner líneas rojas con el ELN cuando esa guerrilla se envalentona, ataca a la fuerza pública, insiste en su tesis de suplantar las vocerías de la sociedad civil, y desafía la democracia desde su trinchera en Venezuela, solo le da más fuerza a la propaganda de la derecha sobre la venezolanización de Colombia y la supuesta alianza Petro-Maduro-ELN, para impulsar el poder constituyente y perpetuar en el poder un régimen de extrema izquierda. Una tesis que repetida millones de veces encuentra espacio en una sociedad sin formación ni cultura política, que en el referendo por la paz votó con odio contra los acuerdos suscritos en La Habana, convencidos de que las FARC iban a volver homosexuales a los niños.
La delegación colombiana en las negociaciones indicó, mediante un escueto comunicado, que “…hoy el proceso de diálogo queda suspendido. Su viabilidad está severamente lesionada, y su continuidad solo puede ser recuperada con una manifestación inequívoca de la voluntad de paz del ELN”. La pregunta es ¿qué debe hacer el ELN para recuperar la confianza pérdida? La renuncia definitiva al secuestro y a las extorsiones y acelerar la firma de un acuerdo sobre uno de los puntos de la agenda de negociación serían elementos que podrían devolver la fe en que, en lo que resta del Gobierno Petro, la negociación con el ELN frenaría la depredación de la vida en las regiones donde esa guerrilla actúa.
La enorme paradoja política es que hoy pareciera que el principal aliado de la agenda de la derecha es el ELN, que con su narrativa política y acciones militares, constantes violaciones al DIH y atentados contra la paz regional, y desdén a la mesa de negociaciones, alimenta el discurso de los candidatos que prometen encarnar la versión colombiana de un Bukele o un Milei, que imponga una agenda de recorte de derechos, mano dura, megacárceles, guerra total, militarización de las ciudades, y una contrarreforma constitucional que devuelva a Colombia a la Constitución de 1886.
El 4 de mayo de 1992, cuando fracasaron los diálogos de paz de Tlaxcala, el entonces comisionado de paz, Horacio Serpa Uribe, le dijo a Alfonso Cano, del secretariado de las extintas FARC, una frase que hoy tiene enorme actualidad: “¿quién sabe dentro de cuántos muertos nos volvamos a encontrar?”. Hoy cuando se suspenden los diálogos con el ELN y es posible que se rompan de modo definitivo con este Gobierno, el Comando Central de esa organización debería pensar, con enorme responsabilidad, dentro de cuántos muertos volverían a sentarse a negociar, con qué presidente sería esa oportunidad, y si muchos de quienes hoy apuestan a sabotear la iniciativa de la paz total estarán vivos entonces para contar sus hazañas de cómo mataron la esperanza de paz del primer gobierno de izquierda.
* Tomado de El País América
Foto de portada de Iván Valencia (Bloomberg)