Pocos saben o recuerdan que Bogotá entró al siglo XX con 100.000 habitantes y salió de él con 6’400.000. En cien años se multiplicó por 64, bastante más que otras capitales en el mismo periodo, debido en gran parte a la Violencia entre liberales y conservadores. Hoy, cuando raya un cuarto de siglo más con una población estimada en un poco más de 8 millones, la ciudad atraviesa una de las más agudas situaciones de falta de agua; y como si eso no fuera ya muy grave, en su manejo pareciera haber cierta dosis de pensamiento mágico. No es muy inteligente seguir creyendo que el agua tiene que alcanzar para todos, que basta con abrir el grifo, aun cuando la ciudad ha multiplicado su población 80 veces.
¿Qué hacer, entonces? Exploremos algunas opciones improbables. La libre circulación es un derecho humano, consagrado en el artículo 13 de la Declaración de los Derechos Humanos, que reza textualmente: “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”. De otro lado, el artículo 24 la Constitución establece que “Todo colombiano, con las limitaciones que establezca la ley, tiene derecho a circular libremente por el territorio nacional, a entrar y salir de él, y a permanecer y residenciarse en Colombia”. Quiero subrayar el inciso “con las limitaciones que establezca la ley”, que posibilita que el Estado se arrogue la potestad de limitar el derecho a residir en un lugar determinado, como sucede desde hace 33 años en San Andrés y Providencia.
Veamos el caso.
El artículo 310 de la misma Constitución establece la condición particular del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, cuyo poblamiento está regulado desde 1991. Fue un gran acierto, pues solo en los 40 años anteriores (1951 a 1991) pasaron de 3.500 a más de 60.000 habitantes, más o menos la misma población que tiene hoy. Las razones de ese explosivo crecimiento obedecieron, en gran medida, a la declaratoria de puerto libre en 1953, que dejó de tener efecto con la apertura económica del gobierno de Gaviria. Dejar de ser puerto libre y la limitación a su poblamiento tienen desventajas para la economía de la isla, pero ¿qué habría sucedido si no se hubieran tomado esas medidas, dado el crecimiento demográfico que traía?
Si bien las condiciones ambientales y culturales de una isla merecen consideraciones especiales, el ecosistema de páramo que abastece de agua a Bogotá está llegando a un límite que valida contemplar la posibilidad de adoptar una medida extrema: restringir la domiciliación en la ciudad, como sucede en San Andrés. Al fin y al cabo, Bogotá tiene una densidad de población diez veces mayor que la de la isla.
Una medida como esta tendría tintes dictatoriales, pues va contra el derecho fundamental a vivir donde a uno le dé la regalada gana, pero podría ser útil (por no decir que urgente) para frenar la desaforada urbanización de la Sabana de Bogotá, que ejerce una presión antrópica muy alta sobre los páramos de Chingaza, Guerrero y Sumapaz, y además que destruye progresivamente los humedales. Así, el lento drenaje del exceso de agua en época de lluvias expone a la ciudad a inundaciones como las de días recientes.
Una manera indirecta de detener el crecimiento urbano desaforado sin acudir a medidas extremas es que deje de ser “la tierra de las oportunidades”. En otras palabras, cerrar las brechas entre el centro y la periferia del país. Y ello se logra de dos maneras: fortaleciendo la educación, la salud, la industria, la cultura, la conectividad y la infraestructura urbana de las capitales regionales, de modo que las nuevas generaciones encuentren allí lo que podrían ir a buscar en Bogotá, y mediante una flexibilidad laboral que permita mantener vinculada la vida productiva a Bogotá sin consumir su agua ni ocupar sus vías o sus medios de transporte.
Podría argumentarse que otras ciudades mucho más grandes, como Nueva York, con 22 millones, o Tokio, con 37, tienen agua para todos sus habitantes. En efecto, esas dos ciudades tienen sistemas de abastecimiento de agua robustos, pese a lo cual Nueva York está en alerta de sequía. Otras urbes alrededor del globo, como Ciudad del Cabo, São Paulo, Yakarta o Estambul han visto sus reservas de agua acercarse a un punto al que no quisiéramos llegar en Bogotá.
En síntesis, la crisis del agua llegó a Bogotá para quedarse, y no hay que ser pitonisa para saberlo: todos los que pasamos de cierta edad conocimos al menos un río o quebrada que ya no existe; además, el cambio climático nos muestra a diario que los fenómenos meteorológicos se vuelven cada vez más intensos, sin importar de qué extremo estén: las sequías, los huracanes, los aguaceros, las olas de calor o de frío, las granizadas, las nevadas, todos.
Es improbable restringir el domicilio en Bogotá, dada la complejidad jurídica y técnica de llevarlo a cabo. Nos queda, mientras tanto, una única certeza: la tasa de natalidad está bajando, y ello repercutirá sin duda en el crecimiento de las ciudades.
Quizás a Bogotá, rezagada de las otras capitales nacionales del continente, le espere el más paradójico de los destinos: ser la ciudad que tuvo metro cuando por a o por b razón dejó de crecer, y terminar el siglo XXI con menos habitantes de los que tenía cuando este empezó.
Sea como fuere, lo fundamental es que el agua alcance para todos.