En uno de mis tantos viajes a Quibdó fui a visitar a un viejo amigo, quien se disponía a salir para una expedición de caza en un resguardo indígena del Alto Buchadó. Me invitó y acepté gustoso. Viajamos hasta la comunidad emberá en la cabecera del río. Se encontraban celebrando un Jai-, el ritual más importante de la tribu. El ambiente era de fiesta, la comunidad estaba en éxtasis, los jóvenes retocaban sus tatuajes y las muchachas maquillaban sus rostros con achiote y tagua, mientras adornaban sus senos erguidos con collares de chaquiras coloridos. Era el mejor escenario para conseguir pareja.
A la luz de las antorchas se dio comienzo al gran Jai. Cada año el pasado, presente y futuro de la comunidad dependían de lo que allí se dijera. El tambo principal era una estructura circular, con techo de palma amarga y horcones de guayacán. Todo el caserío giraba en torno a él. El compadrazgo de mi amigo con el cacique nos permitió acceder al tambo donde se desarrollaba el ritual, pero por ser “hombres libres” no teníamos voz ni participación en el acto. Entre la multitud, vi cómo desde la oscuridad un grupo de danzarines traía hasta el centro del tambo a la elegida al compás irregular de un pequeño tambor y flautas largas de un solo hueco. La elegida era una adolescente pálida, temerosa y cabizbaja. Todo su cuerpo desnudo lucía tatuado, con signos de iniciación mágica. Su palidez podía responder a su largo ayuno, me dijo mi amigo al oído. El chamán, con un faldón de ramas verdes y un tocado de plumas, se acercó para darle un brebaje, posiblemente yagé; y otras hierbas, que ella en cuclillas tomó con resignación. Un oscilante movimiento vertical se apoderó de su cabeza. Con los ojos blancos y espasmos en todo el cuerpo metió su cara entre las rodillas y se quedó inmóvil. El brujo prendió hojas secas en un tiesto y caminó a su alrededor mientras esbozaba un melancólico canto que parecía invocar fuerzas sobrenaturales, para establecer contacto con los espíritus de los ancestros, con el propósito de facilitar la interacción con el inframundo. El tambo se impregnó rápidamente con el humo de las yerbas creando un entorno mágico que pronto envolvió a todos en un grueso sopor.
A una señal del chamán, los presentes podían intervenir. Cada uno hizo preguntas que la muchacha respondió en lengua. Querían saber sobre el futuro de las cosechas, si debían sembrar plátano o maíz, si el próximo sería un buen año para casarse o tener hijos, si el río se desbordaría. Les intrigaba el invierno, el verano… querían estar al tanto de los movimientos del campuniá blanco, (grupos armados) y otras dudas más personales.
Al amanecer el cacique nos invitó a constatar las respuestas que la muchacha había dado a todas las inquietudes expresadas en el ritual. En la poza del puerto, dos nativos se zambulleron hasta el plan del río para sacar la champa que se había perdido. Como dijo la muchacha, un bote con motor pasó a gran velocidad y la hundió con su oleaje. Fuimos después hasta la raíz de un centenario caracolí, una cueva profunda servía de guarida a una boa enorme, que mi amigo mató de un disparo en la cabeza y que aún conservaba en su buche los huesos del perro guagüero extraviado. Una a una las respuestas de la muchacha, que tenían que ver con el pasado, fueron comprobadas en su totalidad.
A media mañana salimos para la jornada de cacería. El chamán nos acompañó, y junto a una jauría de perros llenos de garrapatas nos internamos en la selva. Entrenados en el arte de cazar, iban oliendo cada hoja, cada rastro, cada ráfaga de aire. Se mostraron particularmente inquietos al detectar un puñado de huellas en un barrial. —-Ser rastro fresco de sajino—dijo el cacique, —no estar muy lejos. Acto seguido, regañó a los perros en dialecto y comenzó un ritual cuyo recuerdo aún me produce escozor. Sin dejar de murmurar su conjuro a media voz, con la punta de un machete sacó las huellas del barro y las invirtió una a una, mientras con una rama cambiaba la dirección del viento. Sin entender lo que hacía, nos recostamos a un árbol y esperamos.
No nos atrevimos a preguntar ni a decir nada; los perros tampoco se movieron como acostumbrados a ese momento. Instantes después vimos agitarse las hierbas: un sajino, como jalado por una cuerda invisible, era arrastrado hasta el sitio. Sus patas delanteras estaban rígidas, y erizados sus pelos desde el rabo hasta las orejas. Llegado al punto se detuvo en seco, tembloroso, indefenso. Nosotros no salíamos del asombro, el chamán gritó —dispare compadre—-, y los perros comenzaron a ladrar con estruendo. Mi amigo estaba paralizado, y el cacique accionó su escopeta en el momento preciso en que el sajino pegó el brinco rozándolo por un costado.
Tres horas después aún seguíamos internándonos en lo profundo de la selva, tras las huellas del animal. El sajino seguía su instinto de salvación, los perros seguían su rastro, y nosotros íbamos detrás de sus ladridos. Luego de dar giros en la espesura del monte sin éxito, la desazón se apoderó de nosotros. El monte había cambiado de repente, no tenía el mismo color, todo era más silencioso, los arbustos y pájaros escaseaban y el terrero se hacía fangoso. Nos detuvimos para descansar en la raíz de un caucho milenario. Notamos cómo nuestras huellas se llenaron rápidamente de un líquido oscuro y viscoso. Solo se transpiraba humedad y un aire enrarecido.
—La selva nos sorprende a cada rato con sus mezclas y olores exóticos— dijo mi amigo mientras metía su mano en un pequeño charco negro.
—No hay dudas— dijo, probando y olfateando su mano ennegrecida: “estamos parados sobre un pozo de petróleo”. Los ojos le brillaban, la voz le temblaba: «debemos tomar una muestra de este líquido negro y llevarlo a una universidad o laboratorio para que lo examinen lo antes posible.
—Sí, huele a gas— dije, aproximándome; parece un yacimiento.
—¿Pero, y el sajino?, preguntó el indio, sin dimensionar la magnitud del hallazgo.
—Cuál sajino compadre; a ese animal tenemos es que hacerle una estatua. Estamos parados sobre una mina de oro.
Los planes no se hicieron esperar: había que declarar y patentar el pozo, vender los derechos de exploración a Ecopetrol o a un mejor postor, reclamar nuestro dinero y dedicarnos a la vida que nos merecemos alrededor del mundo.
-—Pero ser sangre de tierra— dijo el cacique, -—así como gente y perro y árbol tener sangre, tierra también tener, y todos depender de ella.
—No se preocupe compadre—-, dijo mi amigo, —todo el resguardo será reubicado en una mejor reserva, y ya no tendrán que preocuparse por los grupos armados, ni mendigar auxilios al gobierno.
—Esto no verse bien, no ser bueno—, insistió el cacique.
Pero la tarde avanzaba sin atajos, debíamos encontrar a los perros y regresar antes de que llegara la noche. Caminamos en círculos gritando a intervalos, pero los perros se resistían a abandonar su presa. Por momentos ese fango negro nos impedía el paso, hasta que de tanto dar vueltas tropezamos con lo impensable. Contuvimos la respiración. Con asombro y sin decirnos nada contemplamos aquello perplejos. No dábamos crédito a lo que veían nuestros ojos. Estábamos a horas del caserío más cercano, en mitad de la selva, nada nos preparó para eso. Las rodillas nos temblaban, no sé si del cansancio o de la indignación. Ante nosotros, erguido como un tótem primitivo, un gran mojón de cemento gris y musgo verde tenía incrustada una envejecida placa de cobre con letras en alto relieve que decían: Texas Petroleum Company —Reserve 1962. (F)
@FFscaballero
* Nacido en Lorica Córdoba. Maestro en artes plásticas de la Universidad Nacional de Colombia. Pedagogía Contemporánea, Universidad Autónoma Latinoamericana. Ha expuesto en: Alemania, Austria, Polonia, España, Canadá y Colombia. Reside en Envigado (Antioquia).