La dignificación de la escuela y el sentido de vivir juntos

Por RUBÉN DARÍO CÁRDENAS*

Hace poco, cuando la congresista Susana Boreal afirmó que obligar a un niño a asistir al colegio es una forma de violencia, se puso sobre el telón el papel de la escuela en la época actual. ¿Ha caducado la escuela como camino necesario para ingresar en los usos de la sociedad y la cultura? ¿Qué hacer cuando un niño no quiere ir a estudiar? ¿Obligarlo a asistir al colegio sería una forma de violentarlo? Lo de ir o no a la escuela no tiene discusión: la escuela es un lugar de acogida, es un punto de encuentro intergeneracional, un trayecto imprescindible en la formación de quienes hacen parte de una comunidad y requieren asidero a sus proyectos y sus sueños.

En el cuestionamiento de Susana Boreal subyace el concepto de “libre desarrollo de la personalidad”, un criterio que ha causado confusión, en tanto alude a una noción de desarrollo de las capacidades de los chicos que, por su propio dinamismo, se despliega en una serie de etapas cronológicas. Un proceso que, según esta teoría, no debe ser intervenido por los adultos y menos aún por la escuela; su función se limitaría a propiciar las mejores condiciones para que el niño crezca disfrutando de su libertad. La aplicación de este modelo incluye pedagogías centradas en la gratificación y la espontaneidad, bajo la consideración de que toda forma de coacción y disciplina causaría traumas insuperables.

Está demostrado que la escuela no violenta a los niños, sino que los humaniza. En la interacción escolar se aprende a estar con los otros, se disfruta del sentido de la amistad, del compañerismo, se reconoce el valor de la diversidad y se construye una voz propia para debatir y confrontar. Este camino de la sociabilización es justamente un aprendizaje de los principios que dignifican el sentido de vivir juntos. No es una imposición per se, es la lucha constructiva entre el placer y el deber. Es en esta confrontación en la que los niños reconocen la importancia de las normas –en el terreno de la convivencia escolar- y de las leyes, en el terreno de lo público. Asumir las consecuencias de la trasgresión a unas y otras, es parte clave en la formación de cultura ciudadana.

Exigir a los niños renunciar a la pataleta con la que buscan imponer la complacencia de sus deseos, para llevarlos a que aprendan a postergar su satisfacción, es la mejor protección contra las futuras amenazas de consumo de sustancias psicoactivas y los episodios prematuros de depresión o ansiedad.  El cuidado de la salud emocional implica la aceptación de los límites y la sanción social. Las prohibiciones han sido esenciales para humanizarnos. Las sociedades se fundaron a partir de la renuncia a la violencia contra el otro. Es el “NO matarás” presente en los mandamientos de las religiones antiguas que hoy expresamos en la sentencia “la vida es sagrada”. Aprender a decir «No» es un faro en el proceso formativo de la escuela. Es un muro que enseña a deponer las pulsiones egocéntricas que nos impiden ingresar en las vivencias colectivas.

Vivimos un ocaso de la función socializadora de la familia y las comunidades. Los vecinos son cada vez más desconocidos y distantes.  No solo se han fragilizado los límites y el control colectivo, sino que se han ido normalizando comportamientos agresivos, en donde el otro es objeto de burla, acoso o injuria. El vecindario ya no es para los niños el espacio de encuentro e interacción lúdica. Desaparecieron la calle, el parque y la casa del vecino, en los que todo juego exigía la aceptación de sus reglas.

Hoy la diversión está en la pantalla y el trato se ha vuelto virtual. Las interacciones han mutado de ser espacios de reconocimiento social, en los que se privilegiaba el contacto con las personas, a espacios de consumo en los que se valora la mercancía y la gratificación inmediata. Los referentes de civilidad, generadores de identidad compartida y tejido social, tienden a diluirse.

Si bien la escuela se ha quedado sola, en su función socializadora, es en sus aulas, durante la fiesta del recreo o en la solución de los conflictos cotidianos, donde el dialogo, la negociación y el consenso reflejan su valía. A pesar de todas las dificultades que enfrenta el sistema escolar actual, los altos índices de deserción y los bajos resultados obtenidos en las pruebas estandarizadas, las escuelas no dejan de ser territorios de alegría, reconocimiento y solidaridad.

Es preferible que nuestros niños crezcan “rompiendo el muro” de la vieja escuela, a dejarlos a la deriva, al usufructo de una libertad mal interpretada que eventualmente terminará por lastimarlos. Ante los riesgos y amenazas que campean en la calle y en las redes sociales; ante el eclipse de la familia y de la sociedad, es preferible que nuestros chicos vayan a la escuela, taller proveedor de escudos que, pese a sus vacíos y carencias, sigue siendo un refugio seguro y cálido. No podemos privar a nuestros niños de entregarles lo mejor de lo que somos, debemos asegurarnos de que ello suceda y esto solo puede lograrlo una buena escuela. En palabras de Hannah Arendt:

“Y la Educación también es donde decidimos si amamos a nuestros niños lo suficiente como para no expulsarlos de nuestro mundo y dejarlos librados a sus propios recursos, ni robarles de las manos la posibilidad de llevar a cabo algo nuevo, algo que nosotros no previmos, si los amamos lo suficiente para prepararlos por adelantado para la tarea de renovar un mundo común”.

@ruben_dario1958

* Rubén Darío Cárdenas nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.

Sobre el autor o autora

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