Por HILDEBRANDO VÉLEZ*
El gobierno colombiano acierta al mantener una relación diplomática con Venezuela, procurando la defensa de los derechos de los connacionales, abogando por los DDHH universales y no dejándose llevar de los arrebatos de los señores de la guerra y de los que también medraron de esa renta petrolera de allá, acá. Posicionarse frente a la situación de Venezuela no puede hacerse con una lógica simple de blancos y negros, y tampoco puede motivados sólo por sentimientos y análisis ligeros. Es un asunto delicado que compromete la paz regional. Cada quien puede, supongo, calificar el gobierno de otro país e incluso sumarse a calificaciones y acciones en favor o en contra. Pero otra cosa es entrometerse de hecho en la vida interna de ese país.
Las fuerzas que defienden el legado de Chávez y que se formaron con las ideas de la Revolución Bolivariana, no equivalen necesariamente a las que se conforman en el periodo del presidente Maduro. En general, puede defenderse un programa y a la vez criticarse su gobierno, bien por su agencia o por su inconsistencia al aplicarlo. En el seno de la política, la izquierda y el progresismo venezolanos, se advierte una diversidad que va desde la defensa del programa de la Revolución Bolivariana de Chávez, hasta la oposición al gobierno de Maduro dentro de la institucionalidad. Al análisis habría que sumarle cómo son las motivaciones, intereses, fracturas, convergencias y redefiniciones en el seno de quienes siempre han estado opuestos al Chavismo y disputado el espacio político a Maduro, incluidos Corina y Edmundo.
La posición de Colombia no puede ser alentarnos a una confrontación, como ya lo vivimos de este lado de la frontera con concierto, armas, bombos y platillos. Nuestra diplomacia política no puede consistir en ir a pararse en una frontera y gritar desde una tarima: “caiga el dictador”. Tampoco radica en acreditar incondicionalmente un gobierno que tiene poco recato por los DDHH. Es obligación cultivar una postura soberana y realista, sabiéndose situar del lado de los intereses de los sectores populares y democráticos, acá y allá. Hay realidades que considerar. Las guerrillas en las fronteras ya casi ni son solamente colombianas… y es nuestra responsabilidad llevar las fronteras a la paz, alentar allí las oportunidades de paz. Cuántos colombianos hicieron en el país vecino sus vidas y sus familias y prefieren seguir viviendo allá, donde tienen más oportunidades, que en Colombia. ¿Acaso la élite venezolana que migró rápidamente a Miami quiere resignar la vida de derroche en que vivió? Nos conmueve esa juventud, mujeres y niñez empobrecida por acción u omisión del “madurismo”, que sin oportunidades deambula por el continente ¿acaso incomoda a los opositores? o ¿tienen planes para redimirla? o ¿solo la agitan?
La reapertura de esa frontera hace ya más de dos años recuperó las relaciones familiares y la hermandad de pueblos fronterizos que habían quedado aislados, regularizó la movilidad humana y permitió que la economía cobrara nuevo dinamismo, veamos Cúcuta, ¿querríamos cerrarla nuevamente? El gas venezolano es más barato que el que traemos de Houston, ¿no sería mejor asegurarse unos buenos y estratégicos términos, si hasta Trump lo quiere? La Guajira necesita agua, los ríos de frontera son un patrimonio común y su conservación y aprovechamiento debería unirnos.
Colombia y Venezuela somos pueblos hermanos y tenemos una misma historia que no puede olvidarse.
* Ambientalista y Educador, Ingeniero Químico de la Universidad Nacional, Magister en Filosofía de la Pontifica Universidad Javeriana. PhD de la Universitat de València.