Por NANY PARDO
Siendo niña comprendí con el propio pellejo que a los hombres les gustan las menores. Esa es mi sensación generalizada. No es la primera vez que lo afirmo aquí y en otros lugares, con total convicción. Y siempre pasa igual: hombres y mujeres saltan por todos lados como si estuviese diciendo una total barbaridad, una inmensa mentira. Me piden que no generalice, que no convierta en regla una excepción. Y me pregunto: ¿tan difícil es admitir algo que salta a la vista? ¿Por qué nos da tanto miedo hablar de este tema? Me preocupa que no lo hablemos, porque lo que no se habla no se puede abordar debidamente. Además, la pedofilia, mientras se mantenga como deseo, mientras no salga de la cabeza del pedófilo no es un crimen, no es un delito. Por mucha repulsión que nos cause, no todo pedófilo es un abusador o un violador de niños. Esto debemos entenderlo con total claridad. ¿Por qué no hablarlo, entonces?
Las miradas y frases morbosas de hombres que me doblaban la edad las soporté, las padecí mucho, de niña pequeña, pero sobre todo de adolescente, época en la que debía irme sola y a pie al colegio en Barranquilla. Todos esos años escolares aguanté ojos curiosos que pretendían quitarme el uniforme de un vistazo y «piropos» de hombres que por sus edades podían ser mis padres, mis abuelos. Una que otra vez me tocó salir corriendo para escapar de alguno que se atrevió hasta a bajarse la bragueta. Aprendí a caminar con la cabeza gacha y a no voltear si alguien me pitaba o me silbaba para evitarme malos ratos. Y no era solo el jardinero, el taxista, el portero, el obrero, el tendero, no. La gente prejuiciosa suele creer que la perversión es un rollo de estratos bajos, de gente humilde con oficios como los señalados arriba. Eso es falso. Los Rafael Uribe estrato seis siempre han existido. Y las Yuliana Samboní también.
Las mujeres lidiamos con miradas lascivas desde que tenemos uso de razón y nos ocurre en todos los escenarios posibles e imaginables, desde bien temprana edad. Casa, colegio, universidad, transporte público, iglesias. No en balde las cifras de abusos a menores son tan alarmantes, pues involucran principalmente a familiares y amigos cercanos del hogar de los niños abusados. ¿Por qué? Porque son los niños que el pedófilo tiene a la mano.
Hace pocas décadas no se hablaba tanto de pedofilia o de abusos a menores como ocurre en la actualidad, pero no porque no existiera, sino porque la pedofilia era un asunto que podía taparse con la bendición de un cura, normalizarse con un padrenuestro y dos avemarías. Y pasaba hasta en las mejores familias. ¿Cuántos acá tenemos mamás, abuelas o bisabuelas que se casaron con viejos siendo unas niñas? Casi me atrevo a afirmar que en toda familia hay una historia similar. Hombres enamorados de niñas que las sacaron de sus casas sin que hubiesen terminado aún el colegio y cuyos bajos instintos fueron «lavados» con el beneplácito de un sacramento. ¡Era tan normal!
Hoy, en cambio, nos desgarramos las vestiduras con el escándalo del Lolita Express que involucra al expresidente Andrés Pastrana y que cobró ya la vida de Jeffrey Epstein, quien prefirió suicidarse antes que revelar detalles macabros sobre esa isla de los pedófilos suya que era tan visitada por personajes ilustres de todos los continentes. Y todavía algunos creen que el gusto por las Lolitas es raro, una excepción a la regla, una raya en el cielo…
No nos vayamos lejos, vamos a remitirnos a Colombia. En las elecciones pasadas un Uribe Turbay quiso llegar a la alcaldía de Bogotá. ¿De dónde viene ese joven recordado por haber culpado a Rosa Elvira Cely del empalamiento que le causó la muerte? Además de ser el candidato liberal apoyado por Álvaro Uribe y por toda la godarria rezandera de la capital, Miguel Uribe Turbay es nieto de doña Nydia Quintero (la de la Caminata de la Solidaridad) y de Julio César Turbay Ayala, el expresidente que más risotadas nos ha causado por su «brillantez», quienes a su vez eran, óiganlo bien, tío y sobrina. Sí: Turbay Ayala, de 32 años, se casó con la hija de su hermana, una china a la que le doblaba en edad. Nydia, para la época, tenía apenas 16 años. Y con ella duró casado más de tres décadas, hasta que la Iglesia anuló el particular matrimonio en 1986. Pedófilo e incestuoso; pero aun así, llegó a ser presidente de Colombia. Sufrió burlas, sí, pero siempre dirigidas a su modo de hablar y a su escaso intelecto, nunca a sus gustos pasionales. De eso, por obvias razones, la historia no habló ni habla ni hablará.
Macondo, ¿no?
En lugar de lapidarme, intenten contestar esta inquietud sin despelucarse (como madre de varones me aterra la sola idea): ¿todo hombre lleva un pedófilo adentro, al que debe mantener a raya so pena de terminar convertido en uno de esos personajes que se obsesionan con menores y que alimentan las páginas de los periódicos amarillistas a diario?