Bebiendo con el patrón

Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO

Finalizaban los agitados años 80 en Medellín. Los días transcurrían con sigilo y las noches se hacían propicias para el recogimiento, a fuerza de miedo y decretos. Era una época de zozobra e incertidumbre, de estados de sitio, de toques de queda y ley seca. Nadie estaba a salvo de una posible tragedia, ya que en cualquier punto de la ciudad podía encontrarse uno con una bala perdida, un petardo podía hacer explosión, o una bomba pudiera ponerte de cara con san Pedro. Los sicarios del cartel mataban policías para cobrar la recompensa de un millón de pesos que el patrón había ofrecido por cada uno, en represalia al precio que el gobierno había puesto por su cabeza. Todos andaban con el dedo en el gatillo, y grupos de muchachos reunidos en las esquinas aparecían tiroteados, porque a decir de las autoridades debía erradicarse todo tipo de expresiones colectivas y “factores sociales de desestabilización”.

Los homicidios en la ciudad alcanzaron niveles escandalosos. Las muertes y masacres eran “el pan de cada día”. Las explosiones se repetían en todas partes: en centros comerciales, en vehículos, en aviones, en edificios públicos o residenciales, en discotecas, en cruces peatonales, en parqueaderos, en las calles, en los espejos de las vitrinas… Las guías nacionales de turismo pedían prudencia a la hora de visitar “la capital de la montaña” y las agencias internacionales la mostraban como “la ciudad más violenta del mundo”. Todo era un caos. Un paquete olvidado en una parada de bus podía generar una estampida.

«Señores, todo lo que consumieron hasta ahora es cortesía del señor Pablo Escobar». Foto tomada de Elpais.com

La psicosis se hizo colectiva. Salir de casa era una carrera de obstáculos contra el miedo. Pese a ser el hombre más buscado del planeta, y el más escurridizo, el capo Escobar parecía tener el don de la ubicuidad. Todos parecían haberlo visto en cualquier parte. Unos decían que conducía un taxi en el Poblado; otros, que vestido de monja se paseaba por Junín; algunos, que disfrazado de mendigo cruzaba la avenida Oriental, o de carriel y ruana como cualquier parroquiano antioqueño almorzaba en Pueblito Paisa; los menos imaginativos juraban haberlo visto arrojando billetes grandes desde una camioneta negra, por las estrechas calles de la comuna nororiental.

Por esa época yo vaciaba una escultura de hierro gris en un taller de fundición de la ciudad, y un sacerdote amigo sobrevivía a un naufragio en el golfo de Urabá. Comenzaba diciembre. Contra toda recomendación (había ley seca), me reuní con el cura y un par de amigos más para festejar el suceso y conocer de primera mano los detalles de la aventura, en un restaurante-bar mexicano de los bajos de Bolerama. Javier Solís y José Alfredo Jiménez apenas si se hacían perceptibles ante la magia del relato del naufragio. Asombrados por el prodigio, o el milagro, habíamos devorado la cena casi sin masticar y ahora achicábamos una botella de ron en la penumbra del bar, mientras Vicente Fernández recordaba quién seguía siendo el rey. De pronto, cerca de la media noche, todo quedó a oscuras, nos están echando—, pensé, o quizá se trate de una redada militar. Apuramos el trago de ron que nos servían en pocillos de tinto, mientras de las sombras un grupo de personas de la mesa del rincón se levantó y buscó la salida, que por efectos de la prohibición se encontraba cerrada. Un mesero les abrió. Los segundos se dejaban caer con pesadez, la música se detuvo y los murmullos se hacían patentes. Todos hurgaban en la oscuridad con desasosiego y trataban apresuradamente de redondear la conversación para no dejar cabos sueltos.

Unos instantes después las luces se encendieron, y el administrador, visiblemente emocionado, anunció con estoicismo: —Señores, todo lo que consumieron hasta ahora es cortesía del señor Pablo Escobar Gaviria, quien se encontraba festejando su cumpleaños con nosotros… De aquí en adelante, todo corre por cuenta de ustedes. (F)

@FFscaballero

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