Por JORGE SENIOR
La política estadounidense está llena de ironías y paradojas.
La ironía más protuberante es que el país que funge de paladín de la democracia tiene un sistema electoral arcaico, obsoleto, capaz de producir la más antidemocrática paradoja: que el perdedor gane.
Sin necesidad de ir al siglo XIX, en los años 2000 y 2016 resultaron electos los perdedores, George W. Bush y Donald Trump respectivamente. Ambos sacaron menos votos que sus contrincantes. Bush perdió con Al Gore por medio millón de votos, una verdad incómoda, como incómoda fue la demora del sospechoso reconteo en Florida que selló la suerte de ambos.
Mucho más escalofriante es el hecho de que en 2016 Hillary Clinton sacó casi tres millones de votos más que Trump, pero éste, con el 46,1% de los votos se llevó el 56,5% del colegio electoral. En contraste, Clinton obtuvo el 48,2% de los votos, pero apenas el 42,2% del colegio electoral. Esto significa que en esa «democracia representativa» no se cumple el principio democrático de igualdad de todos los ciudadanos: una persona, un voto. El valor del voto depende del Estado donde se encuentre y de la situación táctica que allí se viva. Esto convierte a los swing states o estados indecisos en las niñas preciosas del baile. Y por ello es que funcionó en 2016 la manipulación probada que hizo Cambridge Analytica de los electores en esos Estados, para favorecer a Trump, otra flagrante práctica antidemocrática.
En las elecciones de 2020 observamos otra ironía, que podríamos denominar “Biden, víctima de su propio invento”. En efecto, durante las primarias Joe Biden usó el viejo truco de mostrar a Bernie Sanders como un izquierdista radical, algo similar a lo que le hicieron en Colombia a Gustavo Petro, creando así una falsa polarización que analizamos en columna de agosto. Pues bien, ahora Trump le está dando a Biden una cucharada de su propia medicina, a pesar de ser éste un político moderado de centro derecha: para que quede claro que todos son cucarachas del mismo calabazo, la campaña de Trump copió la jugarreta del uribismo calificando a Biden, óigase bien, de “castrochavista” y hasta metió al “coco” Petro y al ochentero M19 en el discurso engañabobos dirigido sobre todo a la Florida, invadida de colombianos de derecha y excubanos encendidos de odio.
Una tercera curiosidad es la paradoja que refuta a Carlos Marx. En tiempos marxistas se daba por hecho que el anhelo futurista de cambio social estaba encarnado en las masas trabajadoras que “no tenían nada que perder, salvo sus cadenas”. Y que, por el contrario, “los de arriba” anhelaban el regreso a un pasado de privilegios o por lo menos frenar todo reformismo progresista.
En la realidad estadounidense actual sucede lo contrario: “los de arriba” son los progresistas, mientras la clase trabajadora blanca tiende a ser retrógrada y votó por Trump bajo la consigna de hacer a “América grande otra vez» (consigna que bien podría ser de mafioso valluno). Esta refutación de la teoría de la conciencia de clase se debe a que el factor clave es el nivel educativo y el progresismo está representado en la visión liberal; de ahí que la clase educada (sin duda privilegiada dados los precios de la educación superior en ese país) tenga una mentalidad mucho más liberal que los proletarios de cuello azul o los campesinos de nuca roja. En EEUU “los de abajo” son tremendamente ignorantes (dato medido en encuestas) y cada vez están más alienados por ideologías irracionales: fundamentalismo protestante, racismo, machismo, xenofobia, culto a las armas y un libertarianismo anarquista de derecha. Todo esto hace de EE.UU. un país esquizoide, con unas regiones avanzadas en lo moral, lo político y lo científico-tecnológico, en las dos costas, y un cinturón central retrasado y conservador que se quedó en el siglo XIX.
El cuarto ejemplo es el propio Trump, un payaso populista que libera a los más ricos de impuestos y deja a los más pobres sin protección social. Eso lo hace un neoliberal que defiende el totalitarismo de mercado, pero lo paradójico es que al mismo tiempo es un antiglobalista que marca un viraje histórico en la política imperial de ambos partidos. Para entender este extraño giro habría que profundizar en el nuevo contexto global generado por el ascenso asiático, especialmente de China, la nueva superpotencia que en 2019 tomó el liderato en solicitudes de patentes en el mundo y que en pocos años será la primera economía del planeta. Trump es un anticiencia, negacionista del cambio climático antropogénico y por ello un peligroso enemigo de la humanidad, lo que llevó a las organizaciones y revistas científicas a cerrar filas para sacarlo de la Casa Blanca, una loable actitud de compromiso político de la comunidad científica que jamás en la historia se había visto.
Por último, está la asombrosa ironía de un bipartidismo que invirtió totalmente sus signos. En el siglo XIX el Partido Demócrata era reaccionario, defendía la esclavitud y su base social eran los terratenientes sureños. El Partido Republicano, por el contrario, era a la sazón progresista, con Abraham Lincoln a la cabeza se oponía a la esclavitud y su base social estaba más en el norte moderno industrial. Todo eso cambió en el siglo XX, hasta una inversión completa de lo que cada partido representa. La mejor manera de comprobarlo es analizando sus bases sociales.
La realidad demográfica racial de la nación está adecuadamente representada en los congresistas del Partido Demócrata, en cambio en los del Partido Republicano los blancos están sobrerrepresentados de manera abrumadora con el 95%. Esto indica que el Demócrata es el partido de las minorías y el Republicano el de la mayoría blanca (con la excepción de los excubanos de la Florida). Las mujeres están ligeramente subrepresentadas en los demócratas, pero en los republicanos sí que son una ínfima minoría, con apenas el 10% de los congresistas.
En el aspecto religioso, los protestantes tienen el doble de porcentaje en los representantes republicanos que en el país. Los católicos, en contraste, se reparten entre los dos partidos, con una ligera inclinación hacia los demócratas. Un dato curioso es que los de religión hebrea están netamente del lado demócrata. La presencia de otras religiones es mínima o inexistente en el congreso a pesar de que en el país han aumentado. Los cristianos, sean católicos o protestantes, son el 65% del país pero constituyen más del 90% de los republicanos y el 75% de los demócratas, un dominio exagerado. Uno de cada cuatro estadounidenses no está afiliado a religión alguna, pero este sector carece de representación en el congreso, mostrando otra deficiencia notoria de la democracia gringa: los ateos y agnósticos se ven obligados a vivir en el closet y no tienen voz en el congreso. Ni que fuera una teocracia.
En síntesis, el Partido Republicano es el clásico WASP por antonomasia, el partido de los hombres blancos protestantes. Y tiene más acogida en los niveles bajos de educación.
El Partido Demócrata es el de las minorías: negros, latinos y asiáticos por un lado y judíos por el otro, y en términos relativos es también el partido de las mujeres y de la gente educada. Y sin embargo, no se puede decir que los hombres blancos protestantes estén subrrepresentados en él. Más bien, podríamos decir que el partido demócrata refleja de manera aproximada la realidad demográfica, mientras los republicanos tienen una representación muy distorsionada o sesgada en religión, raza y sexo.
Los católicos son la categoría más equilibrada en cuanto a su preferencia por uno u otro partido. Y los ateos (o los no religiosos) son la categoría más perjudicada. Ver blog.
En las últimas décadas la polarización ha aumentado y hoy por hoy es claro que los demócratas son la izquierda liberal progresista y los republicanos la derecha conservadora. Por el bien de la humanidad esperemos que ganen los demócratas.