Por JORGE SENIOR
Dice el historiador Yuval Noah Harari que en el siglo XXI la humanidad enfrenta tres amenazas globales: la posibilidad de una guerra nuclear, la disrupción tecnológica y el cambio climático.
La espada de Damocles nuclear que pende sobre nuestras cabezas sigue allí, pero en las últimas décadas se ha atemperado y ha pasado a un segundo plano. La irrupción de nuevas tecnologías, especialmente la inteligencia artificial y la biología sintética, constituye un desafío más sutil pero no menos impactante. Estamos ad portas de un terremoto laboral, producido una vez más por el reemplazo del trabajo humano por artefactos que lo hacen mejor, lo cual hará que lo aprendido en la universidad en 2020 se vuelva obsoleto en una o dos décadas, obligando a la gente a reinventarse. Algo similar sucedió durante la primera y segunda ola de la revolución industrial con el trabajo no calificado. Pero ahora, en la tercera ola, el fenómeno ocurrirá en una escala mucho mayor y afectará al trabajo calificado (y no hay tal “cuarta revolución industrial”). Tal crisis laboral será apenas el menor de los desafíos generado por las nuevas tecnologías, pues la libertad y la igualdad, en su relativa existencia actual, podrían verse barridas del mapa social.
El cambio climático producido por la civilización industrial se nos presenta en la actualidad como la amenaza más inminente. Nos queda apenas una década, quizás menos, para atravesar el punto de no retorno. Peor aún, el asunto no se limita al calentamiento global. La pérdida de biodiversidad y la acidificación de los océanos son de igual o mayor gravedad. Y los tres fenómenos unidos conllevan un desequilibrio irrefrenable del Sistema Tierra, alterando por completo los circuitos geobioquímicos sobre los cuales se sustentan la biosfera y la civilización. La pandemia actual viene a ser como un entrenamiento para los retos que se avecinan, en esta época histórica que se ha denominado Antropoceno, porque desborda los límites de la sociedad humana y afecta a todo el planeta: la especie humana se ha convertido en fuerza geológica y, por ende, está obligada a asumir la responsabilidad de gestionar el planeta si quiere sobrevivir.
“Vota como si tu futuro estuviera en juego… porque lo está”, dice la campaña demócrata. Y es cierto: independiente de la debilidad del candidato Biden, el voto por Trump es suicida, dado su negacionismo ignorante, su posición anticiencia y su política letal para el medio ambiente. Ya no se trata solamente del tradicional debate entre un modelo neoliberal de totalitarismo de mercado y uno de estado social de derecho. Ahora el asunto es de vida o muerte. La propia supervivencia de la humanidad o, por lo menos, de la civilización, está en juego.
Los desafíos y amenazas son globales, pero la política sigue siendo nacional. No hay gobernanza mundial, porque las entidades multilaterales son débiles. Así que la solución pasa necesariamente porque en cada país triunfen las políticas sostenibles, las que tienen fundamento en la ciencia o son compatibles con ella, las que entienden el lugar del ser humano en el cosmos, sin concesiones a las mitologías nuevas o antiguas. Políticas que bien podemos llamar antropocénicas. Y este triunfo pasa por la derrota de las políticas suicidas.
Tiene razón Harari cuando señala que “la política nacional e incluso la municipal deberían otorgar mucho más peso a los problemas mundiales; cuando elegimos un gobierno o un alcalde, tenemos que tener en cuenta su programa en lo que respecta a los asuntos mundiales, no solo a los locales”.
Las políticas populistas de derecha como las que encarnan Trump o Bolsonaro, y el neoliberalismo que le entrega el timón a la irracionalidad de los mercados y a la lógica individualista de la ganancia, van en la dirección contraria a una política antropocénica. Y los autoritarismos y mesianismos de toda estirpe derivan hacia esa dirección suicida. En Colombia la política suicida tiene su mejor expresión en el uribismo, enemigo acérrimo del medio ambiente y de la cultura científica.
¿Cómo es posible que la gente vote a favor del suicidio?
El 2 de octubre de 2016 Colombia realizó un plebiscito que contrasta con el reciente en Chile, en el sentido de que la racionalidad no logró predominar en la votación. Manipulando el odio y la rabia contra las FARC, un grupo insurgente degradado, y aprovechando la coyuntura de una equívoca cartilla oficial donde se ideologizaban asuntos relativos al género, el uribismo logró que una parte de las multitudes salieran “a votar berracos”, como reconoció el gerente de campaña. La mitad de la media Colombia que vota, lo hizo contra la paz. Toda una lección histórica. Y así, tras un breve receso, seguimos navegando en un mar de sangre.
El voto suicida, en Colombia, Brasil o EE.UU. se explica por la fácil manipulación de las emociones hasta alcanzar un grado de alienación en que la persona vota contra sus propios intereses. Y esto es posible porque el sistema educativo abandonó los ideales de la Ilustración, no construye ciudadanía, no enseña pensamiento crítico. En consecuencia, la gente no vota por programas sino por personas o por negocio clientelista. Y eso es justo lo que conviene a la clase política, que nunca va a remediar tal situación.
Si la política antropocénica en Colombia en el momento del certamen electoral está representada por una persona, ya sabemos cuál es la táctica que usarán los impulsores del voto suicida: volver odiosa y antipática a esa persona y mostrarla como un extremista radical, como hizo la campaña reeleccionista de Trump con el blando candidato demócrata. Jamás imaginó el moderado Mr. Biden que sería tildado de “castrochavista”… y mucho menos que tal despropósito se le convirtiera en un dolor de cabeza.