Por GERARDO FERRO ROJAS
En Colombia asesinan la paz todos los días. Se mata la paz y se mata la posibilidad futura de la paz. Así ocurrió en Marquetalia en 1964, cuando el gobierno de Guillermo León Valencia ordenó bombardear aquella zona acabando cualquier negociación con las aún nacientes guerrillas. Así ocurrió años después con la UP, traicionada y exterminada, abaleando otro proceso de paz. Y así ha ocurrido ahora, en este último proceso con las Farc.
El balazo lo propició esta vez el entonces Fiscal de la nación, Néstor Humberto Martínez. La noticia es ya conocida por todos: un montaje realizado con agentes de la DEA desembocó en un proceso que buscaba extraditar a Estados Unidos a Jesús Santrich. La mascarada de Martínez tenía por objeto asesinar una vez más la posibilidad de paz expresada en el acuerdo de La Habana. Lo logró hasta cierto punto: Santrich e Iván Márquez se convirtieron en disidentes de la guerrilla, volviendo a las armas y al monte. Con esto, el enemigo, que había sido derrotado con el diálogo, volvió a ser real, y con él, el discurso de miedo y sangre que ha sustentado la vida política de tipejos como Martínez y Uribe.
¿Por qué se condena a Colombia a la guerra? ¿Por qué desde las mismas instancias del Estado se le apuesta contra viento y marea a desmembrar un acuerdo y no a reforzarlo? Porque un gran sector político del país ha hecho de la guerra una fiesta, como diría Estanislao Zuleta. La fiesta y la felicidad de la guerra que une de manera engañosa a la comunidad en torno a la idea, aparentemente espontánea pero impuesta, de derrotar a un enemigo común. La sociedad olvida los conflictos objetivos que son el caldo de cultivo de otras violencias más fácticas, se desentiende de su papel político como ciudadanos, confiando en el mesianismo de ciertos dirigentes, y termina embriagada en una fiesta que desprecia el disenso, promueve la uniformidad y el triunfo de las balas. “Plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”, es el grito unánime que levanta los ánimos en el clímax de esa fiesta.
El discurso de odio de Álvaro Uribe logró eso: unir todo el descontento y la frustración nacional en torno a un enemigo único. Ese enemigo, cuya materialización era la guerrilla, negaba cualquier desacuerdo, cualquier intento por plantear una razón distinta a nuestros conflictos. Duque, como buen aprendiz, es un heredero y continuador de esa lógica. El enemigo será siempre el otro: aquel que no piense como piensa el gobierno, es un enemigo. De esa forma en Colombia los enemigos dejaron de ser la desigualdad social, la falta de oportunidades laborales, la raquítica educación pública o el olvido absoluto del campo. Todo lo anterior era y es inexistente, pues el gran enemigo sigue siendo las Farc, ahora sus disidencias, el socialismo del siglo XXI, los mamertos, el castrochavismo. Y es así, a tal punto, que hablar hoy de justicia social en Colombia es suficiente para ser tildado de incendiario o resentido.
La lógica anterior niega nuestros conflictos. Y si una sociedad niega sus propios conflictos, está condenada a no resolverlos jamás. Las acciones del exfiscal Martínez apuntaban a eso: a seguir masacrando la paz, a seguir impidiendo su proceso de maduración, a seguir embriagando la conciencia colectiva en procura de continuar celebrando la fiesta de una guerra que para ellos representa poder. El poder que produce el miedo y la muerte.
La paz no es el fin del conflicto; la paz es la búsqueda de soluciones colectivas, comunes, que permitan entender el conflicto y aceptarlo como constitutivo de nuestra sociedad, nuestra historia, nuestra política. No lavarnos las manos y pedir plomo para que sean otros los que se maten. La movilización social de los últimos meses es una esperanza. Es posible que Colombia esté por fin despertando de ese largo letargo embriagador de la guerra, para mirarnos de frente en nuestra absoluta y descarnada desnudez. Ahí, en la carne expuesta, están las fisuras, las cicatrices, y también los caminos para hacer de nuestro país —parafraseando otra vez a Estanislao Zuleta— un pueblo escéptico de la guerra y su fiesta, maduro para el conflicto y maduro para la paz.