Por GERMÁN AYALA OSORIO
Invocar el respeto a la institucionalidad sirve como estrategia para acallar a quienes critican acciones de gobierno erróneas o acusan a altos funcionarios de actos corruptos. A quienes pretenden ejercer algún tipo de control político sobre asuntos públicos, los defensores a ultranza de la institucionalidad los señalan como agentes que la debilitan. Y esta acusación recae también sobre los que apoyamos las movilizaciones y la protesta social, en el marco del ya extendido Paro Nacional.
Por estos tiempos tan untados de prácticas corruptas y mafiosas, no hay en Colombia un concepto más manoseado y vaciado de sentido como el de la institucionalidad. Todos gritamos a voz en cuello que la respeten y otros se preguntan dónde está cuando se requiere para tomar decisiones en asuntos de Estado, o simplemente para garantizar los derechos de ciudadanos de a pie.
Para que haya institucionalidad legítima se requiere garantizar que la institución funcione y opere de acuerdo con las funciones constitucionales y legales asignadas. Lo segundo es el talante de los funcionarios que están al frente de las instituciones cuestionadas, las mismas que generan y producen una vergonzante institucionalidad. Un tercer elemento alude a la cultura política, asociada a los compromisos político-electorales previamente asumidos por quienes lideran instituciones como la Procuraduría General de la Nación o la propia presidencia de la República.
Con dos ejemplos trataré de ahondar en la discusión en torno al ya manido concepto. El primero tiene que ver con una decisión judicial, que obliga al corrupto exmagistrado Jorge Pretelt Chaljub a devolver una finca de la que se apropió de manera ilegal. Pese a estar ordenada la devolución del predio, esta no se ha podido hacer efectiva porque «las instituciones» comprometidas en el pleito no están operando para dar cumplimiento al fallo de la Sala Especializada de Restitución de Tierras del Tribunal Superior de Antioquia. En particular, se ordena a las fuerzas militares y de policía a garantizar la devolución de las tierras a los propietarios que las perdieron por cuenta de la violencia paramilitar desatada en el Urabá antioqueño, de la que Pretelt se aprovechó para hacerse con esas fincas.
El segundo ejemplo tiene que ver con la institucionalidad derivada de las actitudes y acciones temerarias que viene asumiendo la procuradora, Cabello Blanco. Al sentirse parte del gobierno, la funcionaria ayuda a que desde las huestes del ministerio público se emane un tipo de institucionalidad contraria a la ley y con visos de autoritarismo y persecución política que confluyen en las maneras como desde el Ejecutivo se viene enfrentando a los Opositores y críticos de la nefasta administración de Iván Duque.
De las decisiones que viene adoptando la ladina funcionaria, se origina una perversa institucionalidad que no solo pone en riesgo la separación de poderes, sino que hace posible que el gobierno de Iván Duque la use para perseguir, políticamente, a quienes desde el Congreso de la República vienen denunciando actos de corrupción y en el marco del estallido social, los desmanes, abusos y posibles crímenes cometidos por agentes del Esmad y de la Policía.
En ambos casos se advierte que la institucionalidad se debilita, se torna ilegítima y turbia, cuando el poder político y económico de un exmagistrado -con claro perfil mafioso- es capaz de frenar a quienes están obligados a cumplir con el fallo de la Sala Especializada de Restitución de Tierras del Tribunal Superior de Antioquia.
El problema de fondo es de cultura política. Hoy en Colombia hay instituciones permeadas por el ethos mafioso que desde 2002 se enquistó en el Estado y en la sociedad, con el consabido ‘vale todo’. Por ese camino, entonces, la institucionalidad que proporcionan aquellos funcionarios no podrá jamás alcanzar unos mínimos de legitimidad. Antes de exigir respeto por la institucionalidad, primero hay que revisar el talante, la ética y la moral de quiénes están al frente de las instituciones públicas y privadas.
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