Por GERMÁN AYALA OSORIO
Por estos días se adelanta un proceso de recolección de firmas para revocar el mandato del alcalde de la ciudad de Cali, Jorge Iván Ospina. La iniciativa no solo tiene un carácter político, sino un origen de clase, con el que, además de sacar a Ospina de la Alcaldía, se busca el triunfo social y quizás étnico, de los “blancos” y “gente de bien” que están detrás de la revocatoria.
Por supuesto que hay muy poco para defender a Ospina. Es más, creo que desde antes del inicio del Paro Nacional y del estallido social, el alcalde de Cali ya arrastraba problemas de legitimidad por claros señalamientos por corrupción, asociados a la Feria Virtual, en la que, según disímiles fuentes, hubo despilfarro de millonarios recursos.
El papel político de Ospina tiene luces y sombras. Empiezo por las segundas. Lo que más se le cuestiona es haber cedido y sin chistar, el poder a la dupla Uribe-Zapateiro, con la que fue posible instalar en la ciudad un experimento político-militar cuyo balance es ampliamente negativo. Y es así porque salieron a relucir realidades que por años se han intentado ocultar. Entre estas, las siguientes: un ampliado mercado de armas legales e ilegales y la circulación de estas bajo el accionar de la Policía y el apoyo de grupos de civiles (“gente de bien”) que salieron a matar a los miembros de la Minga, manifestantes apostados en los bloqueos viales y, por supuesto, a los llamados vándalos que buscaban pescar en río revuelto.
Ospina quiso reaccionar insistiendo en un diálogo con los jóvenes manifestantes y en particular con aquellos que hacían parte de la “primera línea”. Ya era tarde. En primer lugar, no había confianza en el mandatario local, porque entregó la ciudad a la ultraderecha, encarnada en agentes uribistas que apoyaron su llegada a la alcaldía. Los marchantes y manifestantes no confiaban en el alcalde, pero sí en algunos de sus funcionarios y en los buenos oficios del Arzobispo de Cali, Darío de Jesús Monsalve. Allí hubo una tenue luz con la que el mandatario local quiso recuperar el control de la ciudad, incluso, oponiéndose claramente al decreto nacional de la “asistencia militar”. Frente a este último asunto hay que señalar que su aplicación nos hizo recordar los tiempos del estado de sitio, en el gobierno de Turbay Ayala.
No creo que la solución a los problemas de la ciudad se vayan a superar sacando a Ospina de su cargo. Los uribistas que están detrás de la revocatoria tampoco son garantía de pulcritud y buen gobierno. Si logran su cometido, se confirmaría que la ciudad está en manos de la ultraderecha uribista, la misma que apoyó política y electoralmente a Jorge Iván Ospina para regresar a la administración de la capital del Valle del Cauca.
Ahora bien, más allá de la revocatoria, no podemos olvidar que la ciudad de Cali fue el epicentro del estallido social que hizo tambalear a un régimen político cuya cabeza visible, Iván Duque, apenas si alcanza a otear, desde la fría Bogotá, lo que sucede en el resto del país.
Fue de tal magnitud lo que sucedió en Cali, que ya cuesta llamarla la “Capital de la Salsa”, etiqueta con la que por largo tiempo sirvió para ocultar la pobreza, la inequidad, la segregación étnica, un mísero racismo y un ya evidente enfrentamiento entre clases sociales. Por ahora, y no se sabe hasta cuándo, Cali seguirá siendo la Capital del Miedo.
No será suficiente con dejar pasar el tiempo para que las heridas abiertas cierren, pues estas no se abrieron con el Paro Nacional. Por el contrario, aquellas se hicieron más grandes. Es posible que la reconciliación tome tiempo. Eso sí, es urgente que se adelante un proceso de diálogo ampliado para superar los dolorosos hechos acaecidos en la ciudad. Es posible vivir en medio de las diferencias, siempre y cuando la mezquindad y el ethos mafioso queden proscritos.