Por JORGE SENIOR
Del 23 al 31 de julio de 1921 se celebró el primer Congreso del Partido Comunista de China (PCCH) con un número ridículo de participantes: apenas 13 personas. Un siglo después es el partido más grande del mundo, con un número de militantes que duplica con creces la población adulta de Colombia. Esa realidad contradice la idea que comparten analistas, líderes políticos mesiánicos y encuestas en nuestro país, según la cual los partidos son una forma organizativa obsoleta.
En 1949 el PCCh bajo el liderazgo de Mao Tse Tung (ahora se transcribe Mao Zedong) rompe otro esquema: la tesis marxista de que la revolución socialista ha de acontecer en países con un capitalismo desarrollado y no en una nación campesina y feudal como era China. Ya Lenin había tenido que escribir un mamotreto sobre el desarrollo del capitalismo en Rusia para justificar su propuesta revolucionaria socialista, en contravía de la expectativa de Marx y Engels cuyas esperanzas revolucionarias se centraban en Europa Occidental, a la sazón los países de máximo desarrollo en el mundo gracias a otro tipo de revolución con mayor importancia: la tecnológica industrial.
Al cabo de unos años el PCCh rompe con el PCUS, el partido comunista de la Unión Soviética, un cisma que se reflejaría muy pronto en Colombia con rupturas dentro de la izquierda seguidista de las líneas internacionales. Visto desde hoy es irónico que por entonces se acusara a la URSS de ser capitalismo de estado y no un modelo socialista. El punto es que China escoge seguir su propia ruta.
Mientras en Occidente la rebelión juvenil se expresaba en el mayo del 68 parisino y la contracultura hippie en Estados Unidos, en China una “revolución cultural” desde arriba convertía a la dictadura del proletariado en una extraña dictadura juvenil, en realidad orquestada por sexagenarios y septuagenarios. El balance fue desastroso y la expresión “revolución cultural” quedó quemada para siempre.
A la muerte de Mao y tras la purga de la banda de los cuatro, en China hay una revolución silenciosa que dejaría intactos los íconos, pero cambiaría a China y al mundo. Su hito fue la III Sesión Plenaria del XI Comité Central del PCCh. Es la misma época en que el neoliberalismo hace su propia disrupción en Occidente con la dupla Reagan-Tatcher, que en realidad es una tríada como señalamos en otra columna, pues la sospechosa muerte del papa Juan Pablo I llevó al polaco Karol Wojtyla al poder eclesial y con Lech Walesa tumbarían la primera ficha del dominó soviético. El mundo cambiaba radicalmente, pero nosotros -en la izquierda latinoamericana- estábamos obnubilados por el entusiasmo que irradiaba la revolución sandinista.
Desconozco la elaboración teórica con la que la cúpula del PCCh ha conducido su gigantesco país de 1.400 millones de habitantes durante las últimas cuatro décadas. A diferencia de sus predecesores que inundaban a Latinoamérica con libros muy baratos de doctrina maoista, la nueva dirigencia china rompe ese esquema de irradiación y seducción ideológica. Sin duda, debe existir una teoría china del cambio social que rompe radicalmente con la ortodoxia marxista – leninista – maoista. Pero tal teoría es opaca para nosotros en Occidente, no circula en los canales académicos ni políticos y bien podríamos calificarla de esotérica. Su exitosa praxis durante 40 años rompe, a su vez, el esquema de las teorías económicas herederas de Thorstein Veblen que se centran en las instituciones. Cuando uno les dice a los teóricos institucionalistas y afines que la potencia económica china refuta su tesis, lo que responden es que “ese éxito no durará mucho”, es decir, se salen por la tangente de la futurología con bola de cristal.
El asombroso desarrollo económico de China también refuta al neoliberalismo con su aparente minimalismo estatal y su totalitarismo de mercado.
Por otro lado hay que reconocer que la tesis fundamental marxista sobre la supuesta contradicción entre relaciones sociales de producción y el desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo queda falseada, no sólo con el derrumbe del bloque soviético, sino también con la demostración china del potencial desarrollista del capitalismo productivo e innovador (no del rentista y especulativo que impera en Colombia). Para completar, China parece ir derrotando al imperialismo estadounidense con una estrategia aperturista a la inversión extranjera totalmente contraria al tradicional esquema antiimperialista de la izquierda latinoamericana. Se asemeja al Judo donde se combate al enemigo con sus propias fuerzas y movimientos.
La hazaña china conducida por el PCCh también vuelve trizas las absurdas tesis decoloniales con su ilusa militancia antioccidental (de la boca para afuera) y su concepto elastificado de “colonialismo”. Y ni que decir de los posmodernistas con su negacionismo de lo material y su exageración de lo simbólico.
En resumen, China hoy es como el ornitorrinco en la biología taxonómica del siglo XVIII, no encaja en los paradigmas. Es un enigma, como la esfinge. Rompe todos los esquemas.
Finalizo con otro misterio disruptivo de gran actualidad que tiene desconcertados a los think tanks occidentales: el centenario Partido Comunista de China está poniendo en cintura a su propia y exitosa industria tecnológica de consumo online: Ant financial, Ali Baba, Didi, Tencent, Baidu, ByteDance (dueños de Tik Tok) en lo que a primera vista sería una campaña antimonopólica, como ha sucedido en ocasiones en el capitalismo de las potencias occidentales. Pero China es otro mundo y quizás las recientes medidas centralistas contra la industria tech son apenas indicios de un viraje más profundo y estratégico en su política industrial en la mira de la hegemonía global.