Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
La muerte de Atencio Martínez consternó a todos en la región. Pese a la fama de ser un muchacho raro o al menos diferente, Atencio era respetado y querido. Sus padres trabajaban en la mina, como casi todos los habitantes del pueblo, pero él decidió ser aserrador. Conocía los secretos del monte; estaba al tanto de la madera más liviana para hacer botes sin que su peso los ahogara; dominaba el arte de asolear tablas sin que se torcieran; conocía los mejores palos para tallar bateas y hacer un pilón. Tenía claro cuál era la luna buena para cortar un árbol de tal forma que no le cayera polilla, y aparte del uso de rodillos naturales, había diseñado un sistema de poleas y polines para dominar los grandes troncos y transportarlos hasta el río sin dificultad. Como todos los jóvenes preferían la minería, él trabajaba solo, pero la excesiva confianza o la suerte quizá le jugaron una mala pasada.
Ese día, temprano, un pequeño grupo de lavanderas lo vio cruzar el río; las saludó como de costumbre, algunas le pidieron que las llevara con él, y él con una sonrisa les dijo vamos. Apenas al escuchar el estruendo del árbol como un quejido lastimero en medio de la selva, y ver volar alocadamente una parvada de cormoranes negros sobre sus cabezas, las mujeres supieron que había ocurrido una desgracia. La noticia de la tragedia recorrió el río y la selva hasta la mina. Todos los habitantes de Bocas de Bebará se internaron monte adentro para hallar el cuerpo de Atencio, tendido y con su cabeza tapiada al lado del enorme árbol que acababa de cortar. ―El hombre perece en lo que ejerce―, dijo una mujer, mientras lo observaba. Sus compañeros del equipo de fútbol cargaron en hombros el cuerpo imponente hasta la escuela, no sin antes darle un último paseo alrededor de la cancha, como si acabara de meter un gol. Luego lo tendieron boca arriba, sobre dos mesas.
La noticia se regó por las quebradas y ríos cercanos y antes del anochecer, de todos los caseríos llegaron los mejores carpinteros, cada uno quería homenajear a su manera al joven que no solo los surtía de la mejor madera, sino que exponía con ahínco las urgencias de sus comunidades cuando llegaban los políticos prometiendo soluciones mágicas o haciendo diagnósticos temerarios sobre lo humano y lo divino. Vinieron carpinteros de Tagachí, de Tauchigadó, de Palo Blanco, de Bebará Llano y el de Bocas de Bebará: los mejores maestros en el trabajo de la madera que se podían conseguir en la región.
Era tanta la gente, que su familia optó por velarlo allí mismo, en la escuela. Los compañeros de fútbol decidieron ponerle la camiseta del equipo con el número 2, el que siempre lo había distinguido como defensa central, porque para dar leña estaba solo.
―Al que se aleja de su destino, le llega su sino―, dijo a medio tono la voz cantante del coro de señoras, mientras prendía las velas. Ella no acababa de entender esa descriteriada decisión de su ahijado por volverse aserrador. Mientras las mujeres cantaban alabaos entre lágrimas y rezos, los carpinteros, cada uno con su cinta métrica y un lápiz sobre la oreja, interrumpían sus cánticos a empujones, y hablaban en voz alta sin consideraciones, para tomar las medidas que creían pertinentes. Haciendo alarde de hombres versados en su oficio, tomaban registros incomprensibles para el resto: trazaban una línea imaginaria desde el dedo gordo del pie hasta las caderas, del hombro a la corona del pelo, determinaban el tamaño de sus plantas descomunales, el ancho de sus pectorales, lo medían de pie a cabeza, convirtiendo aquel ritual mortuorio en una extraña mezcla entre lo sagrado y lo profano. Luego se les veía salir zaramullos, con cara de circunstancias, hacia el salón contiguo en el que habían instalado su fortín.
Tras los rezos y cantos, podía oírse con claridad el ritmo acompasado del serrucho o el paso de la garlopa cepillando las tablas que servirían de recipiente para ese cuerpo amado hasta el confín de los cielos. Podían escucharse también las breves pero acaloradas discusiones entre los maestros, que de forma abrupta zanjaban a martillazos sobre las cabezas de los clavos, que unirían por siempre sus desavenencias.
A las 2 de la mañana llegaron los sabios de la madera con su obra concluida, orgullosos, convencidos. Sin pedir permiso se fueron abriendo campo entre la multitud, hasta ubicarla al pie del muerto. La caja se veía preciosa; toda una obra de arte. Los hombres habían cepillado delicadamente las tablas de cedro rojo y con biseles de madera blanca adornaron los bordes, poniendo figuras romboidales en sus centros y encima una cruz.
Seis personas fueron necesarias para tratar de introducir el cuerpo en el ataúd. Las mujeres y los ancianos contenían la respiración. A simple vista el difunto, se veía más grande. El horror se hizo evidente, pues al tratar de acomodar su cabeza tapiada, las patas del muerto quedaban afuera; si metían su hombro izquierdo, el derecho no entraba y al introducir sus pies, los dedos y uñas sobresalían penosamente. El panorama se ensombreció, la inconformidad y el cuchicheo se fueron extendiendo entre los presentes.
Los carpinteros sacaban el metro y medían una vez más, y sin hallar una explicación convincente determinaron que el cuerpo se había crecido. El llanto se hizo entonces más amargo y abrumador. Sin poderse aguantar, algunas mujeres salían a la calle desgarrando sus vestidos, conteniendo apenas un grito de dolor. El drama no era menor, pues según la tradición del Medio Atrato, cuando un cadáver no cabe en el cajón es señal inequívoca de que su muerte no ha sido accidental sino provocada. Entonces los carpinteros hicieron una rápida y última reunión para entender y tratar de justificar lo sucedido. ―Solo hay una explicación posible―, dijeron, arrojando una mirada sombría y tendiendo un manto de duda sobre la concurrencia: “aquí pasa algo raro, está bien que uno de nosotros se hubiera equivocado, pero no todos”.
Un profundo silencio acompañado de sollozos mal contenidos se fue extendiendo a todo el pueblo. Mientras los carpinteros auscultaban los ojos desconcertados y temerosos de cada uno de los asistentes, la cantaora de alabaos, no solo molesta por la temeraria insinuación de los hombres, sino por las impertinencias y las desconsideradas interrupciones cuando ellas cantaban, dijo en voz alta: ―Nada raro ocurre aquí, lo que pasa es que mucha luz enceguece. (F)
@FFscaballero