Era una de esas noches en las que el invierno se alza de manera repentina, sin aviso previo. Caminaba a paso veloz para impedir que el helaje se colara en mis entrañas. Quería llegar pronto a casa. La acera estaba vacía. A esa hora, si quieres sobrevivir, ya estás metido en tu cama gozando del mimo de la calefacción. La soledad de la noche en mi barrio me hacía sentir casi congelada. Las aceras vacías, con la luz mortecina que caracteriza el alumbrado de esta ciudad, consiguen que las sensación de peligro inminente se multiplique y la languidez termine anidando en tu espíritu.
Iba con el paso más rápido que podía, creyendo que faltaba al menos un kilómetro para sentir ese famoso calor de hogar que en este largo invierno no es frase de cajón, cuando bruscamente tropecé con algo y me fui de bruces.
Súpito, el helaje se transformó en un entusiasta calor que me arropaba. Adherido a mi piel, comencé a sentir que el cuerpo danzaba al acorde de una música interpretada por una orquesta cuya música me hacía palpar por primera vez el paraíso. Ahora, era la mujer sensual que quizás nunca antes había sido. Y al notarme así de sugestiva, me gusté.
¡Oh, cuánto me gusté, al punto de haberme enamorado de mí misma! ¿En qué maravilla de mujer me había convertido? En este nuevo estado de auto-flechazo, percibía como si en mi estado físico no se hubiese presentado alteración alguna. Mi aspecto era idéntico al de hacía unos minutos, solo que la mutación consistía en gravitar sobre mí misma. Todo mi peso se había difuminado. Me observé así, hermosa como nunca, me seduje hasta prometerme esa fidelidad amorosa que me llevaría hasta los confines de la tierra sin desplazarme un centímetro,
Fue cuando el mar inmenso se convirtió en ajuar de danza… y la belleza de aquel instante se apoderó de mí. Desde entonces mi alma bulle ilimitadamente. Soy ahora el producto de una noche que anocheció mágicamente.
OLGA GAYÓN/Bruselas