Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Las tumbonas de playa, aunque son un bien privado, su carácter las convierte en muebles de uso público como las camas de los hoteles. Cuando hay sol, la gente se echa sobre ellas a leer, a compartir unas bebidas con sus compañeros de descanso o simplemente, a broncearse.
En ella se dejan huellas humanas. Allí quedan depositados los recuerdos de la clase alta que va al mar en un centro turístico, porque, la mayoría de los mortales o lleva sus tumbonas plegables y la típica sobrilla, o simplemente tira una toalla sobre la arena para hacer desde allí lo mismo que los privilegiados de las tumbonas, pero con coste cero.
A mí, que nunca he pagado un euro por ellas y que siempre he sido de los de la toalla sobre la playa, me produce un malestar profundo que puede llegar hasta el enfado, cuando quienes manejan el negocio de las tumbonas se apropian de los mejores lugares e incluso acaparan todo el espacio público, dejando únicamente libre el lugar en el que las olas besan la playa.
Es un abuso que permitan esos excesos, solo porque los propietarios del negocio pagan un impuesto para poder tenerlo en épocas estivales. Por supuesto que deben poder ocupar un espacio público, si han pagado por ello, y la gente que paga por estar en las tumbonas también tiene derecho a hacerlo. ¿Pero, por qué en detrimento de los demás, que son la mayoría y que tienen el mismo derecho de gozar de la playa y el mar en igualdad de condiciones?
He tenido que madrugar y en ocasiones discutir con los encargados de distribuir las tumbonas por toda la playa. Y, una que otra vez, me he quedado sembrada en mi trozo de playa impidiendo la puesta de unas tres camas de playa, porque he reclamado mi derecho de estar allí. No ha sido agradable quedarme allí rodeada de tumbonas, pero he conseguido al menos que no me quiten el derecho de echarme donde yo quiera, en una playa que es de todos. Esto ha sido así hace más de 15 años. Ahora le rehúyo a las playas turísticas y siempre estoy a la caza de donde no haya ni edificios, ni tumbonas, ni chiringuitos que me impidan gozar de la dicha de estar y ser libre frente al mar.
Pero viendo esta fotografía no puedo evitar pensar cómo las tumbonas, una sobre otra, alteran la estética del lugar. Parece que fuesen unos edificios de diseño que han levantado frente al mar. Construcciones que impiden a los viandantes del malecón contemplar el mar sin barreras en las horas en que las personas ya no van a la playa a broncearse ni a meterse en el mar. ¡Un abuso más, permitido e incentivado por las administraciones locales! ¿Por qué el ayuntamiento, que expide los permisos y cobra los impuestos por el uso del espacio público, no habilita unos lugares fuera de la playa en los que los propietarios de las tumbonas las guarden cuando no las están usando? ¿Por qué los ciudadanos no nos quejamos y exigimos que nuestros derechos sean respetados? Nosotros como votantes y contribuyentes permitimos esta clase de abusos, porque lo normal es no quejarse…
Esta arquitectura plástica frente al mar es una metáfora de lo que estamos permitiendo y haciendo todos con el planeta: irrespetarlo. Esas inocentes tumbonas apiladas una encima de otra hasta erigir edificios sin habitantes, nos dicen que posibilitar la contaminación visual de quienes pagan y de los que reciben impuestos es exactamente lo mismo que hacemos frente a los grandes contaminantes de la tierra, que no son otros que los estados con su permisividad, y las grandes empresas, que con su poderío económico destrozan, contaminan, destruyen y acaban con ecosistemas sin que la población civil se levante contra ellas y contra quienes desde la administración pública lo consienten.