Por F. SÁNCHEZ CABALLERO
Ese otoño los días transcurrían con aburrimiento. El aire arrastraba fragmentos húmedos de tempestades remotas. Las garzas en escuadra atravesaban la plaza guiadas por las últimas luces de la tarde. Los pájaros carpinteros picoteaban troncos secos con desgano y de un momento a otro, los guayacanes comenzaron a manchar de amarillo la montaña rompiendo la verde monotonía del paisaje. En un noviembre que no parecía prometer nada, un grupo de jóvenes sin destino aparente, pelo largo y morrales comenzó a frecuentar a intervalos el pueblo bajo la lluvia. Por su aspecto cansado, sus botas rotas y sus llagas, se veía que venían de lejos. Llegaban en parejas o en pequeños grupos y permanecían en el pueblo cuatro o cinco días mientras reponían fuerzas y sus ampollas y heridas sanaban.
Cruzaron a pie la serranía del Darién (frontera entre Colombia y Panamá), por una ruta en desuso de avezados y legendarios contrabandistas. Es una montaña áspera y vertical, que da origen a innumerables riachuelos que engrosan el cauce del río Tanela. Era el territorio de los Gwalas. Historias tenebrosas se contaban entonces de esa tribu guerrera asentada en la cordillera. Ya desde las Crónicas de Indias se hablaba de sus feas y abominables maneras; que eran belicosos; que practicaban la antropofagia, no sin antes quitarles el cuero a las víctimas y templarlo en el patio con estacas, para hacer tambores y artilugios de guerra que usaban en sus recurrentes incursiones al Bahiano, donde atacaban a los hombres con dardos envenenados con Curare y raptaban a las mujeres Kunas para usarlas como esclavas sexuales.
Balboa era entonces un pequeño caserío de unos sesenta ranchos, empotrado entre los ríos Tanela y Natí, con una capilla de chonta y guadua de dos pisos, además de un rudimentario aeropuerto que entre todos habíamos construido en convites, para que la avioneta misionera del padre Alcides pudiera aterrizar.
Un día apareció él, con cabello corto y recién afeitado, como esos trovadores de antaño que iban de pueblo en pueblo escribiendo trozos de poemas a cambio de un cigarro y un café, arrancando sin proponérselo suspiros a las muchachas. Su mirada penetrante parecía abarcarlo todo y su indescifrable acento pasaba a otro plano con la fascinante exactitud de sus palabras. “Se manifestaba discreto en su conversación”, dice el padre Alcides Fernández en Aviadores Fantasmas. Hablaba de la gran música del mundo con propiedad y cuando hacía un comentario sobre política internacional, lo expresaba con términos precisos, como hombre versado que sabe lo que dice” … “Padecía de insomnio y a veces se ahogaba en una asfixia que él mismo trataba con medicamentos que cargaba en su mochila”, continúa el padre Alcides en su libro. Se le medía a todos los oficios que le encomendaban. Como cualquier campesino, tumbaba un árbol a punta de hacha o descargaba una recua de mulas con destreza. Se le veía ayudando a entechar una casa de palma en los convites comunales o matando con una escopeta una serpiente al otro lado del río.
Lo recuerdo sentado en la penumbra bajo el almendro frente a nuestra casa, después del rosario de las seis y treinta. Atraídos por su carisma, su acento, su magia y la sospecha de que quizá nunca más lo volveríamos a ver, los muchachos lo rodeábamos para saber qué escribía en su pequeña libreta o, simplemente, para oírlo hablar del mundo: que las ondas cortas iban hasta el cielo y rebotaban en las nubes hasta nuestros transistores… que los rusos ya mandaban perros al espacio y que pronto estaríamos jugando fútbol y sembrando yucas en la Luna. Decía también que con el tiempo las voces humanas podrían ser grabadas en pequeños aparatos, permitiéndonos oír aún las palabras de los muertos…—Imaginen ustedes escuchar las órdenes de Bolívar a sus tropas o las últimas palabras de Jesús en la cruz… porque los sonidos como los recuerdos siguen girando eternamente en el aire—, decía.
Dormía en el cuarto de huéspedes del segundo piso, sobre la capilla de madera, en compañía de Járbol, un fotógrafo que trabajaba como agente libre para El Tiempo y El Campesino, que el padre Alcides llevaba regularmente desde Bogotá, para hacer un registro de los avances urbanísticos del pueblo. Una noche sintió en su compañero reportero las convulsiones inequívocas de un paro cardíaco y de inmediato le hizo unos masajes en el tórax y le dio respiración. Como antes se había hecho en caso de emergencias, el padre quería que la gente iluminara la pista con antorchas para llevarlo a Turbo a esa hora, pero él se opuso. En una hoja de su libreta apuntó algo, la arrancó y se la entregó: —Hay que aplicarle primero esta droga— le dijo. Medio día después ya en el hospital de Turbo y con el paciente a salvo, el doctor de turno le dijo que afortunadamente contaba con un buen médico en el pueblo; de lo contrario el paciente no habría resistido el vuelo. —No es un doctor— le dijo el padre, — es un visitante que me habló con tal convicción que supe que sabía lo que hacía.
Desapareció tan misteriosamente como había llegado.
Meses después fue asesinado el Che Guevara en Bolivia. Una foto de su cadáver fue publicada en la primera página de El Tiempo, todavía con su mirada aceituna retando a su victimario: “Serénese, apunte bien, no tenga miedo, tan solo va a matar a un hombre”. La ruta de acceso hasta su cita con la muerte en las selvas bolivianas aún hoy sigue siendo motivo de debate. Según su guardaespaldas “Pombo”, el Che salió de Dar es-Salam (Tanzania), a principios de 1966 con destino a Checoeslovaquia para recuperarse, después de su fallida revuelta en territorio africano. Sin embargo, fuentes de inteligencia lo ubican en La Habana en mayo de ese año, transformado y rodeado de fuertes medidas de seguridad que le impidieron incluso el contacto con sus hijos. No obstante, su hija Hilda declara haber recibido una carta fechada el primero de febrero de 1967 desde algún lugar de sur América y otras fuentes confiables lo ubican en Argentina durante la primavera de ese mismo año…
Mucho tiempo después, fui a la iglesia de Jesús Nazareno en Medellín a visitar al padre Alcides en su lecho de enfermo. Como viejos conocidos, conversaba con la muerte de forma apacible. Tuvo cuatro accidentes graves con su avioneta colonizadora, pero nunca habían visto la cara de la muerte tan cerca. Hablaba de Balboa con amargura y nostalgia. De los tiempos felices recién fundado el pueblo; de los sueños truncados y de su fascinación por los alcatraces. —En ocasiones me iba por la costa del golfo, tan solo para verlos planear y apagaba el motor del avión para sentir esa sensación— decía. Había comenzado a morir el día en que le prohibieron volar por su escasa visión. —Me cortaron las alas, literalmente— dijo. Arrastraba recuerdos brumosos y fantásticos del pasado, como el marcado contraste de verdes que decía haber percibido desde el aire en las selvas del Darién, vestigio incontrovertible de una ruta aborigen hasta el mar del sur por el territorio de los Gwalas. —Es como si en épocas lejanas hubiese existido a través de la montaña una autopista que unía los dos mares— dijo. Por asociación de nostalgias, le hablé de mis vagos recuerdos sobre aquel enigmático personaje que había visitado el pueblo en sus inicios. Aunque yo apenas tenía siete años, estaba convencido de que sus sospechas no eran infundadas. Su rostro pálido y verdoso pareció encenderse, sus ojos pardos, con indicios de la ceguera aferrada a sus parpados, se abrieron trabajosamente; me hizo correr la silla hasta su cabecera y en tono de confesionario me dijo: —Mira, Járbol, el fotógrafo a quien él salvó la vida, me llevó al tiempo el registro fotográfico de las imágenes en blanco y negro tomadas ese otoño. Entre ellas encontré el rostro anguloso de aquel extraño visitante. Sin barba y de pelo corto, aparentaba menos edad que la del Che a la hora de su muerte. Miré la imagen que el periódico había publicado unos días atrás; tomé un lapicero, rayé sobre aquella fotografía, le puse barba, bigotes y una cabellera descuidada… El resultado fue sorprendente.
Publicado en “Cuando va a llover, llueve” F. Sánchez Caballero. 2013.
@FFscaballero