Entrevista, transcripción, redacción y edición: JORGE GÓMEZ PINILLA
Piedad Córdoba fue secuestrada por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) el 30 de mayo de 1999, cuando en su condición de senadora se desempeñaba como presidente de la Comisión de Paz del Congreso. Allí recibía a personas que iban a presentarle denuncias sobre violaciones a sus derechos humanos, por lo general campesinos llegados de muchas regiones.
Narrado por la misma Piedad a Jorge Gómez Pinilla, director de El Unicornio, publicamos su testimonio sobre los avatares que vivió mientras permaneció secuestrada por órdenes del entonces máximo jefe de esa organización paramilitar, Carlos Castaño Gil.
El texto forma parte de una serie de grabaciones que se hicieron en la casa de Piedad Córdoba en Medellín, entre el 11 y el 14 de junio de 2021. El propósito era construir un libro en forma de extensa entrevista biográfica, dividida en capítulos correspondientes a las diferentes etapas de su vida personal y política, para ser publicado con Ícono Editorial.
El proyecto editorial se trastocó cuando por esos mismos días salió al mercado Alex Saab, libro de Gerardo Reyes Copello (Editorial Planeta Colombiana, 2021), director del equipo investigador de la cadena Univisión, donde se menciona la relación de dos colombianos con Saab, quien fue apresado por el Departamento de Estado de Estados Unidos y acusado de ser un testaferro del régimen de Nicolás Maduro, y luego liberado como resultado de una negociación con el gobierno de Venezuela. Esos dos colombianos mencionados en el libro de Reyes eran la política antioqueña Piedad Córdoba y el abogado monteriano Abelardo de la Espriella.
Por considerar que cualquier explicación que diera ella en su defensa sobre ese asunto podía ser utilizado más adelante en contra suya, sobre todo en desarrollo de la investigación que le abrió la Corte Suprema de Justicia por iniciativa de la Mayor (r) del Ejército y magistrada Cristina Lombana, Córdoba prefirió abstenerse de continuar con el proyecto editorial.
Esta es la primera entrega de dos. La segunda es una entrevista donde Piedad cuenta cómo días después de su secuestro le advirtió al humorista Jaime Garzón que lo iban a matar. En este relato ella recuerda con crudeza desgarradora los momentos que vivió mientras estuvo en manos de Carlos Castaño y la cúpula de las AUC, que pretendían hacerle un juicio sumario por sus supuestos vínculos con la guerrilla.
“Ese día era un viernes de 1999 y yo me levanté con un presentimiento. Sentía una tristeza profunda y no sabía por qué. Igual, me fui para el médico. Estaba sentada en la recepción cuando entraron unos doce tipos, todos vestidos como del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía, CTI.
Dos días antes yo había viajado al sur de Bolívar a hacer una audiencia pública con la Comisión de Paz. Allá llegaron muchas personas a declarar sobre las relaciones entre el Ejército y los paramilitares. El viaje fue en dos avionetas militares, una de ellas con nosotros y otra con los campesinos denunciantes. Recuerdo que estaba el ‘negro’ Édgar Perea, que era senador y formaba parte de la Comisión. Esa fue una audiencia muy dura, la gente se mantuvo en las acusaciones. Hasta donde yo pude saber, después de esa audiencia los mataron a todos.
También estaban el político Carlos Moreno de Caro y un reportero de CM&, Ignacio Greiffenstein. Este me dijo que nos quedáramos, que él quería entrevistar a Castaño. Yo le dije “ni loca, yo no tengo nada que hablar con ese señor”. Cuando llegamos a Bogotá me acompañaba en el mismo vehículo Ignacio Gómez, subdirector de Noticias UNO. El me dijo: “nos están siguiendo”. Yo iba a dejarlo a él en su casa y seguía para mi apartamento.
Al otro día, un viernes, viajé a Medellín para una cita odontológica. Yo estaba ahí cuando llegaron los hombres de Castaño disfrazados de CTI, y fue cuando entendí que me habían entregado mis propios escoltas. Mira cómo es la vida, yo tenía muy buena relación con ellos, incluso había uno que era el principal, al que le tenía una confianza total. Incluso le prestaba mi apartamento en Buenaventura para que se quedara allá, porque le tenía aprecio. Y ese día no llegó sino uno, siendo que debían llegar otros cinco.
Los supuestos agentes llegaron preguntando quién era Piedad Córdoba. Yo sabía que me iban a secuestrar porque estaban armados. Me sacaron y me metieron a un carro con dos mujeres, la que manejaba y otra. Y les pregunté a ellas: “¿esto es un secuestro? Si es por plata, yo no tengo”. Pero calladas.
De ahí me llevaron a una casa por los lados en que El Poblado limita con Envigado, donde hay muchas fincas. Me metieron a la casa del mayordomo. Yo veía nada porque me taparon los ojos. Las dos mujeres entraron conmigo, me requisaron el bolso y se llevaron la plata, me sacaron hasta el lapicero. Me di cuenta porque quise escribirle a mi mamá, y busqué y no encontré el lapicero. Pero me facilitaron una hoja y el lapicero que me habían robado, y le escribí una carta de despedida a mi mamá. Yo estaba segura de que me iban a matar.
La alcoba era muy pequeña y hacía un frío ni el verraco. Las dos mujeres se fueron y ya quedé en poder de solo hombres, que ni siquiera dormían afuera. Me tenía que aguantar que se acostaran ahí en la misma habitación, a mi lado.
Eso fue un viernes, y el domingo llegaron dos muchachos, hasta bien parecidos. De nuevo pregunté si era un secuestro y uno de ellos dijo: “es que usted habla muy mal de nosotros”. Y yo les respondí: “si ustedes me conocen tanto, deben saber que soy de la comisión de Derechos Humanos”. Y me dijeron: “la conocemos tanto, que su mamá fue profesora de nosotros en Santa Lucía”. Les entregué la carta para mi mamá y les dije que por favor se la hicieran llegar. Pero la carta la tomó Castaño y nunca la entregó.
Me acuerdo que de ahí me sacaron un día que hubo un partido de la Selección Colombia, por lo que se escuchaba en la radio. Me llevaron a una finca lejos, cuando pasábamos por los peajes ellos me ordenaban que agachara la cabeza y seguían tranquilos. Llegamos a un sitio que yo creía era Puerto Valdivia, pero luego, cuando hablé con don Berna sobre el secuestro, me dijo que era Sopetrán. Ahí me metieron a una habitación inmunda, la cosa más horrible, cochina. Con lo asquienta que yo soy…
Y un colchón peor de asqueroso, y una ventana que sonaba monótono: tan, tan, tan, golpeando sobre el dintel. Así, ¿a quién le daban ganas de dormir o de comer? A nadie. Me agarré con uno de ellos y le dije: “dígale a ese hijueputa de Carlos Castaño que venga acá, que no sea cobarde, que ya estoy aquí, dígale que venga”. Luego sonó un ruido durísimo muy cerca y yo le dije al que me cuidaba ¿eso qué es? “Una moto”, me dijo el tipo. Y yo le dije “una moto que vuela, o qué. Eso no es ninguna moto, es un helicóptero”. El tipo estaba temblando, él me dio la comida y yo se la tiré. “Yo no les como a ustedes nada, estoy en huelga de hambre”. En un momentico vinieron, me vendaron y me montaron en el helicóptero. También me acuerdo que era muy cerca de la brigada militar de Occidente.
Yo escuché que dijeron “aquí vamos con la gallina”. Luego aterrizamos en un sitio que no lograba reconocer porque estaba vendada, pero por los olores parecía que era cerca del mar. Íbamos caminando y yo a cada rato me caía, así que me quitaron la venda. De ahí me hicieron entrar a una cueva asquerosa. Un tipo me quiso coger del brazo, yo se lo retiré y él me dijo: “si va a empezar a joder, le va a pasar lo mismo que a la hermana de Pablo Catatumbo. La amarramos a un árbol para que se la comieran las culebras”. Yo que les tengo pánico a las culebras, pero no les demostraba nada. Me podía estar muriendo por dentro. Después supe que a la hermana de Catatumbo la enterraron en pedacitos, incluso se inventaron que se había enamorado de Castaño y otras infamias.
La habitación donde yo estaba era como una cueva, tenía una sola ventana. Yo trataba de portarme lo más mal que pudiera, para desesperarlos. Para ganarles la partida. Por ejemplo, ellos se acostaban temprano y yo les decía que no tenía sueño y me acostaba cuando me daba la gana. Eso fue el sábado. Al amanecer del domingo llegó Carlos Castaño, porque yo no paraba de preguntarles: “¿dónde está el jefe de ustedes?”.
Yo estaba acostada pero no dormida, porque hacía un calor infernal. Él llegó todo perfumado. Yo lo primero que hice fue voltearle la espalda como media hora, no lo miraba, siempre de espaldas a él, ni le contestaba. Él hablaba de lo que decían los militares sobre mí, que dizque yo era la tesorera internacional del ELN. Yo le dije “a mí me respeta, grandísimo hijueputa; póngala como quiera, malparido, yo a usted no le tengo miedo, le tengo es asco. Yo por miedo no voy a abdicar a mis principios, ustedes son una partida de matones y trabajan con los militares para matar gente. Usted todo su poder lo tiene en los fusiles y en la intimidación”.
Y su respuesta fue: “usted tiene que entender que a mi papá lo mataron las Farc”. Y se salió, después de que me vio tan brava, y yo aproveché para ponerme una sudadera, porque estaba en calzones y blusa. Ahí sí ya me puse de frente con él y le cuento que era un tipo como de la estatura de Uribe.
¿Estatura física o moral?
Ambas. El tipo trataba de hacer lo posible por agradarme, y me mostró de su propia mano una cantidad de conversaciones telefónicas mías, todas transcritas. Yo le dije “qué bien, hacen bien el trabajo”.
Después, me preguntó por ‘Betún’. Yo le dije “no sé quién es Betún”. Y él me dijo “cómo que no sabe, su amigo Jaime Garzón; él cobra plata por secuestros y nosotros lo estamos siguiendo”. Yo le dije “claro, como ustedes y los militares tienen la capacidad de inventar lo que sea… Eso no se lo creo, yo conozco a Jaime y sé que él ayuda a liberar gente secuestrada”.
La acusación de él contra mí apuntaba a que yo era del ELN. Ese grupo acababa de hacer un secuestro muy grande de gente en la iglesia La María de Cali, y fuera de eso habían secuestrado alcaldes y concejales. Me relacionaban con el ELN porque yo les recibí los secuestrados de La María, pero si Castaño me tenía secuestrada era por mis intervenciones en el Congreso.
Palabras más palabras menos, sostuve este diálogo con él:
- Mañana me reúno con Horacio Serpa, parece que vino un grupo de personas a abogar por usted. Pero usted no va a ir.
- ¿Es que yo le estoy pidiendo que me lleve?, haga lo que quiera. Si me va a entregar, me manda sola. No me entregue a nadie, que eso es humillante.
- Yo a usted no la puedo soltar sola, porque después la mata la brigada del Ejército y me la achacan a mí.
- A usted también lo van a matar, se acordará de mí. Lo van a matar sus amigos los militares, porque sabe mucho.
Castaño se quedó unos segundos pensativos y, aunque usted no lo crea, me respondió “pues sí…”.
Ahí por primera vez Castaño me habló de José Miguel Narváez, el que está preso. Y de los militares. Yo no sabía quién era ni qué papel jugaba, nada. Don Berna me contó después que Narváez era el que les señalaba a quién había que matar. Berna me dijo también que a mí me habían secuestrado para matarme, y que eran ellos los que habían matado a Garzón, que Narváez les había hecho mucho daño, que los aconsejaba mal. Cuando Castaño mató a Jaime Garzón, unos días después ese tipo se daba contra las paredes, dicen que lloraba cuando vio esas manifestaciones tan impresionantes de duelo nacional por el asesinato. El tipo dizque decía ¿cómo pude yo hacer esto?
En ese encuentro con Castaño, que duró hasta las 9 de la mañana, le dije que necesitaba una hoja de papel para escribirle una carta a Horacio Serpa. Y le puse una carta a Serpa, que la debe tener doña Rosita, donde le pedía que no se pusiera a negociar.
Eso fue un domingo por la tarde, al otro día llegaba Serpa al campamento de Castaño. El lunes me acuerdo que yo trataba de sacarles información a mis jóvenes captores, cuánto les pagaban, quién les pagaba. Eran como diez, yo no tenía escapatoria para ninguna parte, no me perdían pie ni pisada. Me acuerdo que estuve tratando de robarme una toalla que tenía la nomenclatura del Ejército. Ellos me preguntaron “doctora, ¿usted cree que esto se acaba rápido?”. Se referían a la guerra, no a mi secuestro. Los tipos le tenían pánico a Castaño, temblaban cuando lo veían.
¿Algún otro paramilitar diferente a Carlos Castaño la visitó?
Sí. Ese mismo día a eso de las 7 de la noche llegó Ernesto Báez, ya estaba todo oscuro. El tipo entró con pelo hasta los hombros, la cosa más horrible del mundo, me saludó y me dijo: “yo le pedí al comandante Carlos que quería hablar con usted porque, como dijo Martin Luther King, déjame ir a comer el último manzano de mi huerto antes que desaparezca”. Él llevó aguardiente, pero yo me demoré sin exagerarle más de media hora para hablarle. Solo lo miraba, decía dentro de mí “por qué no me matan rápido en lugar de tener que aguantar estas basuras”.
El tipo fue al grano y me dijo que quería que yo firmara una declaración donde reconociera que ellos eran un movimiento político. Yo le respondí “ustedes son un poco de asesinos, movimiento político no. Si a eso vino, si para eso se despertó, vuelva y se acuesta. Eso no se lo firmo ni muerta”. Él decía que su movimiento era político, que estaban defendiendo al país contra la guerrilla. Y yo le dije “cuál guerrilla, ustedes lo que hacen es matar campesinos y violar mujeres que no tienen nada que ver con la guerrilla”. Él insistía mucho en que le firmara, y yo arranchada en que no le firmo. Sacó el aguardiente, me ofreció un trago. Yo le dije que hasta uno le recibía, pero no más. Luego le dije que tenía ganas de orinar, pero era porque quería que se largara. Cuando regresé de orinar le dije ¿usted es que no se piensa ir?
Entonces él se paró y sacó de su bolsillo una camándula, hasta lo más bonita, y me dijo: “esto se lo manda mi esposa para que usted rece”. Y yo le dije “pues la pondré de adorno, porque yo no rezo”. Y me dijo que era bueno que la conservara.
El martes me sacaron y me llevaron a una finca muy bonita. Había por lo menos 5.000 gallos de pelea, impresionante. Ahí pensaban hacer el juicio para matarme. Castaño, que ya estaba bastante descompuesto conmigo, me dijo: “yo quiero mandarle una carta a la Cruz Roja Internacional, ayúdeme a redactarla”. Le respondí que no hacía ninguna carta, “la escribe usted”. Entonces le dio más rabia. Yo me fui a la cocina y le pregunté a la señora si me podía regalar una toalla para bañarme, y me dijo: “doctora, cálmese; no sabe cómo es de malo, él la puede matar”. Yo le respondí “¿acaso es que yo me vine a almorzar con él aquí? No, yo estoy secuestrada”. Después de eso volvió Castaño y me dijo “yo estoy haciendo todo lo posible para que no le hagan el juicio”. Pero ya estaba chocado conmigo. Yo le dije “usted me dice cuándo y vamos”.
Después de mi secuestro, Don Berna me contó que él iba a actuar como mi abogado defensor. Yo casi me muero de la risa. Otros paracos que estaban eran ‘El Alemán’, ‘Mancuso’ y un tipo de apellido Hasbún (Raúl), que era el que manejaba las finanzas. Castaño me dijo que había hecho todo lo posible para que no me hicieran el juicio; él me dijo vamos, yo le dije vamos. Con tan buena suerte para mí que en ese momento arrancó un bombardeo ni el verraco desde helicópteros del Ejército, estaban buscando a un profesor de la Nacional que también estaba secuestrado, no recuerdo el nombre, muy reconocido. Al parecer yo estaba en una habitación y el profesor en otra, en la misma casa. Pero las bombas no las lanzaban ahí, se veía por lo menos como a un kilómetro de distancia.
Lo cierto es que nos fuimos al otro día, muy al amanecer, como a las 3 de la mañana. Llegamos como a las 9 o 10 a otra finca, todo el tiempo caminando. Esa pobre gente vivía en la miseria. Y me dijeron “aquí es donde usted va a dormir”. Resulta que ese era el chiquero de los marranos, y había un mosquero ni el hijueputa. Yo les dije “no me acuesto ahí ni por el verraco”. Me fueron a traer comida y les dije que no me iba a comer esa porquería. Entonces uno de esos muchachos me dijo “doctora, coma que yo se lo hice con mucho cariño”. Y sí, me había cogido cariño. Le dije que le agradecía mucho, pero que no iba a comer, que no insistiera.
Como a las 4 de la tarde me dice el pelado “nos vamos, el jefe llamó que la lleven a otro sitio”. Y yo pensé “les gané”. Nos subimos a una camioneta, era cerca a Necoclí, apagaron todas las luces del pueblo, todo apagado. Yo ya me había montado en el carro y fue cuando apareció Castaño y me dio un susto tan verraco, no se veía nada. Entonces Castaño me dice “sabe qué, ya no aguanto más la presión de mis amigos de la Presidencia”.
Y Castaño les dio una orden: “ustedes saben a dónde la tienen que llevar”. Ahí él se fue, yo sentía que había quedado bastante incómodo conmigo. Ya con los nuevos guardianes me subieron a una canoa, uno de esos era a toda hora riéndose de cómo mataban a los negros. Yo no aguanté más y le dije “sabe qué granhijueputa, lo que más duele es que usted sea negro y que tenga el cinismo y la desfachatez de contar esas cosas. Usted cree que me está asustando. A mí no me asusta ni me sorprende porque sé la calidad de gente que trabaja con ustedes. Así que ahórrese sus pendejadas y cambie de tema. A mí no me siga metiendo esos cuentos horrorosos de la gente que ustedes matan. Si quiere me voy a pie, granhijueputa”. Luego paramos, descendimos de la canoa, me monté en un carro y llegamos a donde me iban a guardar, a una casa.
Al día siguiente me montaron en una camioneta, pero ya a la vista de todo el mundo. Era Necoclí. Yo iba mucho a Necoclí porque con William Jaramillo teníamos un grupo que se llamaba Jóvenes Liberales. Aunque todos éramos casi viejos, yo gozaba mucho, nos reuníamos allá para hablar pajarilla. Y la gente me veía pasar, pero hacían como que no me habían visto. Yo empecé a ver caras conocidas, “hola Reinaldo”, pero Reinaldo no volteaba a mirar. Y al lado del que manejaba la camioneta iba uno de los que había trabajado conmigo en ese movimiento, uno de ellos era paraco, vea pues. Yo le dije “tú eres hermano de Hugo Mieles, ¿verdad?”. Pero no obtuve respuesta. “O sea que ustedes trabajan con esta gente, y yo tantas veces que vine aquí…”, les dije.
Hasta que llegamos al sitio donde me estaban esperando. Que yo recuerde, Enrique Gómez Hurtado por allá conversaba en una esquina con Castaño, donde nadie los escuchara. Se demoraron así un buen rato. Los otros también eran conservadores, Omar Yepes de Manizales, Ciro Ramírez y Mario Iguarán, el que después fue fiscal, pero en ese momento era viceprocurador. No llevaron a ningún liberal ni a nadie de izquierda, mucho menos.
A Ciro Ramírez y Omar Yepes se les salieron las lágrimas cuando me vieron, ellos no pensaban que fuera verdad que me iban a entregar. Me preguntaron que cómo estaba, como si estuvieran viendo a un resucitado. Y yo les dije “cómo voy a estar… después de que me secuestró el tipo ese que está hablando con Enrique Gómez”.
Recuerdo que me pidieron que me quedara callada y que por favor no comenzara a pelear. El ‘Alemán’ se me vino mirándome de frente, amenazante, y me dijo apuntando al techo con el dedo: “de esta te salvaste”. Y yo le respondí, sin bajarle la mirada: “y de la otra también”.
Entonces me despedí, y pregúntale a Omar Yepes para que te mueras de la risa. Me le acerqué y le dije a Castaño “bueno, hasta la próxima”. Y Omar dijo delante de él, no le miento: “vámonos, vámonos que de pronto a este hijueputa le da por hacernos quedar a todos”.